Mi sobrino agarra mi mano y nos vamos. Apenas en unos minutos estamos allí. Me siento en un banco mientras el se junta en la zona de columpios con otros chavales de su corta edad. Ten cuidado, le digo, convencido de que mi advertencia caerá en saco roto.
Enfrente de mi está el centenario olmo que ha visto incontables juegos de niños durante el día y flirteos adolescentes al caer la noche. Los recuerdos se agolpan, pero me centro en uno: en una foto amarillenta de principios de los setenta. Estoy en los brazos de mi madre bajo la sombra de aquel viejo olmo.
Miro el reloj y busco a mi sobrino. Es la hora de volver. Tiene un rasguño en el brazo, las rodillas y la ropa sucia. Nos caerá una buena reprimenda a los dos. Es lo justo.
Vuelvo a mi casa y busco en el baúl esa vieja foto y allí está, acompañada de otras en las que se ve a una madre feliz con el niño que un día fui.
No puedo evitar que aparezcan las lágrimas y cierro el baúl. Paso frente a un espejo del salón y me veo reflejado. Veo a un adulto de ojos llorosos, pero con la sonrisa de niño feliz. Sonrisa grabada por el amor de mi madre por los siglos de los siglos.
Santi Malasombra
