
Hay veranos que se dividen entre quienes consideran el bronceado un deber moral y quienes miran el sol como si fuera una central nuclear sin supervisar. En agosto la playa se convierte en un laboratorio social, con los adictos al moreno que se untan de aceites como sacerdotes paganos y los fotofóbicos que se embadurnan de crema como si fueran a entrar en un reactor de Fukushima. Así hemos pasado de adorar al astro rey a declararle la guerra preventiva, con protectores solares que parecen diseñados para borrar cualquier sospecha de melanina.
Mi verdadero frente de batalla no está en el chiringuito ni en el SPF (Sun Protection Factor, es decir, factor de protección solar), sino en la mesa del desayuno al aire libre. Ahí el enemigo no es el sol, es la avispa. No la avispa como especie, sino todo un abanico de subculturas. Está la avispa turista, que sobrevuela tu café con leche con la misma expresión despistada que un jubilado alemán buscando el bus al puerto. La avispa influencer, que llega directa a tu plato de sandía para hacer "colab" en calidad de embajadora no remunerada. La avispa ecologista —o avispa sandía, guiño a Alfonso Ussia y a ese ecologista coñazo que es verde por fuera y rojo por dentro— que cree que tu croissant es patrimonio natural. La avispa socialista, que reparte equitativamente el miedo entre todas las mesas. La avispa ocupa, que se instala en tu copa de vino blanco como si la hubieras alquilado en Airbnb para ella. La avispa vigoréxica, que recorre la mesa con la energía de un entrenador personal a las siete de la mañana. Y, por supuesto, la avispa borracha —o avispa dipsómana— que no distingue entre cerveza, tinto de verano o spritz y siempre termina flotando en la copa de alguien como si fuera una guarnición exótica.
Todas ellas son puntuales, audaces y poseen esa rara cualidad de ignorar el "no molestar" incluso más que algunos humanos. Yo, que me defiendo con manotazos que parecen coreografías de danza contemporánea, he llegado a aceptar que el verano no es solo un estado del clima, sino un pacto de convivencia entre los que aman el sol, los que lo temen y un enjambre de pequeñas intrusas que, contra todo pronóstico, han hecho de mi terraza su resort todo incluido.
