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Jaula busca pájaro y un Madrid desierto

Quizá el posting zero no consista en dejar de contar, sino en contar con más cálculo que nunca. Callar lo irrelevante y amplificar lo que tiene intención.

Quizá el posting zero no consista en dejar de contar, sino en contar con más cálculo que nunca. Callar lo irrelevante y amplificar lo que tiene intención.
Cordon Press

Dicen que entramos en la era del posting zero, que ya nadie cuenta su vida personal en redes. Me sonrío. Porque si algo tengo claro es que yo cuento, claro que cuento, pero cuento lo que quiero, cuando quiero y con una finalidad muy precisa. El resto de mi vida —que es mucha— queda fuera del feed. Quien crea que lo ha visto todo no ha entendido nada. Si hablo de lo personal es porque me interesa iluminar un ángulo concreto. Y coqueto. Como las croquetas o cocretas.

Y aquí está la paradoja, y no es la de la RAE y la vulgarización de sus palabras en tiempos de semianalfabetismo. No.

En un espacio construido sobre vanidad proliferan ahora los intentos de blanquear la humanidad. Influencers que, para suavizar el ego, suben fotos de una taza de café, una cama deshecha, la portada de un libro al atardecer. Como si el objeto fuera a humanizar el sujeto; disimular que en realidad detrás de esa taza, esa cama o ese libro vuelve a estar el yo.

Instagram no es inocente. Es la materialización estética de la vanidad, egolatría y narcisismo. Pero la diferencia está en el grado de conciencia con la que se publica una foto, y, con ello, la finalidad. Porque todo aspira a tener un fin en esta vida aunque el medio —sí, también el scroll infinito— pueda disfrutarse cual gerundio placentero.

Kafka escribió que la jaula salió a buscar un pájaro. Así funciona el ego en redes. No necesitamos un público, inventamos uno para justificarnos. Cada post es esa jaula vacía que espera ser ocupada por los likes de desconocidos, un espejismo de validación que nunca termina de saciarse.

Borges advertía que el yo es una ficción, una construcción que nos contamos. En Instagram la ficción se multiplica. Publicamos un personaje que no es exactamente nosotros, sino una versión pulida, recortada y filtrada. Y lo curioso es que los demás aceptan esa máscara como si fuera verdad, mientras la verdad se queda en un silencio fuera del feed.

Y como en 'Cien años de soledad' de García Márquez pero reducidos a escala digital, podríamos hablar de cien días y los que surjan, de esa soledad compartida. Esa soledad que no se mide en el realismo mágico de Macondo, sino en el realismo líquido de los timelines. Allí donde todos parecen estar acompañados y sin embargo nadie se escucha de verdad.

Quizá el posting zero no consista en dejar de contar, sino en contar con más cálculo que nunca. Callar lo irrelevante y amplificar lo que tiene intención. Y, mientras otros intentan desaparecer entre cafés y sábanas arrugadas, yo prefiero asumirlo. Detrás de cada post hay estrategia, ironía y, a veces, algo de verdad. Pero nunca toda.

Y entonces, ¿qué nos queda? Además de amar, fuera de la pantalla queda el contenedor de esas múltiples soledades colectivas: mi Madrid. El mejor cielo, y ahora más limpio que nunca. Un azul con pinceladas de algodón. El silencio de agosto, con calles mudas como si aguardaran un silencio que es, en esencia, un silencio cómplice, como el respiro antes del partido inicial de una final. O un comienzo. Es, sin lugar a dudas, la ciudad vacía que se rinde a las terrazas sin reservas, al agua fría en vasos grandes y al tiempo que se estira lento. Este pasado miércoles, además, ha vuelto el fútbol y con él se podría decir que la vida real. La palpable. Madrid en agosto es un milagro desierto, una ciudad que respira y suspira la ausencia del ruido y de jaulas en búsqueda de la nada. Madrid es ese feed que no necesita likes para existir sino mucha poesía y pájaros libres.

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