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La ONU impone su primer impuesto al carbono: ¿cruzada ecológica o asalto fiscal global?

Un nuevo impuesto climático, aprobado por la ONU, afectará al comercio mundial y al precio de los productos básicos en nombre del ecologismo.

La Organización Marítima Internacional (OMI), dependiente de la ONU, ha aprobado un impuesto global al carbono para el transporte marítimo. A partir de 2028, los buques que superen ciertos límites de emisiones de CO₂ pagarán entre 100 y 380 dólares por tonelada.

El acuerdo ha sido presentado como un hito en la lucha contra el cambio climático. Pero, en la práctica, supone la institucionalización de un nuevo impuesto global.

Más allá de su evidente carga fiscal, esta nueva tasa global responde también a una justificación más profunda: una narrativa climática cada vez más ideológica, que ha sustituido el debate científico riguroso por postulados inamovibles.

En los últimos años, el discurso sobre el cambio climático ha derivado hacia posiciones apocalípticas que apenas admiten matices o discrepancias. Este enfoque ha contribuido a la adopción de políticas de gran impacto económico y social, con escasa base empírica y escasos resultados medibles en términos de reducción global de emisiones.

Las consecuencias recaen, principalmente, sobre sectores productivos que ya operan bajo fuertes exigencias regulatorias. Mientras tanto, se pasa por alto el crecimiento sostenido de las emisiones en países como China o India, cuyos compromisos climáticos son notablemente más laxos. Esta asimetría socava la credibilidad y la eficacia de las medidas adoptadas a nivel internacional.

Así funciona el nuevo impuesto marítimo de la ONU

La OMI, que representa a 108 países y regula el 97 % del transporte marítimo mundial, afirma que esta medida es fundamental para alcanzar la "neutralidad climática" hacia 2050.

El plan aprobado establece dos niveles de exigencia en la reducción de emisiones, tomando como referencia los niveles del año 2008.

  • El objetivo más estricto exige una reducción del 17 % en 2028 y del 21 % en 2030. Si un buque no alcanza este nivel, deberá pagar 100 dólares por cada tonelada de CO₂ que supere el límite.
  • El objetivo mínimo es una reducción del 4 % en 2028 y del 8 % en 2030. Si el barco ni siquiera alcanza este umbral, la sanción sube a 380 dólares por tonelada.

Los barcos podrán optar por pagar estas cantidades o, como alternativa, comprar créditos de carbono a otros buques que sí hayan cumplido los objetivos.

Todo el dinero recaudado se gestionará a través del Fondo Net-Zero, creado por la propia OMI. Este fondo servirá para apoyar a los barcos más eficientes, financiar proyectos ecológicos en países en desarrollo y compensar los efectos económicos del nuevo sistema.

El mecanismo será revisado cada tres años para evaluar su funcionamiento y realizar ajustes si es necesario.

Una medida con más ideología que ciencia

No existe ninguna base científica sólida que avale que imponer un coste artificial al CO₂, en un sector que apenas representa el 3% de las emisiones globales, tenga un impacto significativo sobre el clima.

En cambio, sí sabemos —porque lo muestran múltiples estudios del propio IPCC— que los modelos climáticos tienen márgenes de error amplísimos, que las proyecciones a largo plazo dependen de supuestos socioeconómicos inciertos, y que incluso los escenarios más extremos (los famosos RCP 8.5) han sido desacreditados como base de políticas públicas.

Sin embargo, es precisamente sobre esos escenarios de colapso climático sobre los que se sustentan medidas como esta, sin someterlas a escrutinio técnico ni análisis de coste-beneficio. Preguntar si estas políticas realmente funcionan ya no es una cuestión científica, sino ideológica.

China y la hipocresía global

Mientras se imponen penalizaciones a los barcos que llevan alimentos, materias primas o medicinas, China bate récords de consumo de carbón por tercer año consecutivo. Sus emisiones crecieron en 2023 y 2024. India tampoco se queda atrás: ha aumentado su dependencia del carbón para alimentar su crecimiento económico.

¿Dónde están los impuestos globales a estos países? ¿Por qué la ONU no propone sanciones a quienes aumentan sus emisiones cada año? La respuesta es política: China e India no aceptan medidas que frenen su desarrollo.

Los organismos internacionales, en lugar de confrontar esta realidad, se ceban con sectores regulados, como el transporte marítimo, la aviación o la agricultura, que sí pueden ser presionados.

Economía asfixiada, clima intacto

El transporte marítimo, según OMI, es responsable del 80% del comercio mundial. Penalizarlo encarece los productos básicos, desestabiliza las cadenas de suministro y amenaza la seguridad alimentaria en países dependientes de las importaciones.

Ni siquiera la propia OMI oculta esta preocupación: ha anunciado que evaluará el impacto de sus propias medidas sobre los precios de los alimentos. ¿Desde cuándo se legisla primero y se analiza después?

Incluso los defensores del acuerdo reconocen que la medida apenas reducirá un 8% las emisiones del sector para 2030. Muy lejos del 20% prometido y, absolutamente irrelevante a escala mundial, 0.24%. El resto es propaganda.

Del foro internacional al poder fiscal supranacional

Esta es la primera vez que un organismo de la ONU impone de facto un impuesto global, sin autoridad fiscal ni mecanismos de control democrático. El dinero recaudado irá a un fondo gestionado por la propia OMI, que se usará —según se afirma— para incentivar la transición ecológica, financiar proyectos en países en desarrollo y compensar a los barcos más limpios.

Pero la opacidad del proceso es preocupante. ¿Quién decide cuánto se recauda, quién lo recibe y con qué criterios? ¿Quién fiscaliza este nuevo fondo? ¿Qué garantías hay de que no se convierta en un instrumento político o en una caja de subsidios ineficientes?

Hoy es el transporte marítimo. Mañana será la aviación. Después, ¿la industria agrícola, el turismo o el comercio digital…? ¿Qué sector será el siguiente? La maquinaria ya está en marcha.

Ciencia climática sí, ingeniería social no

La ciencia, por definición, requiere evidencia contrastada, transparencia en los métodos y una evaluación crítica de los resultados. Sin embargo, muchas de las medidas que hoy se adoptan en nombre de la acción climática carecen de un respaldo empírico sólido, muestran una eficacia limitada en la reducción real de emisiones y generan efectos económicos regresivos difíciles de justificar.

El discurso de la emergencia permanente ha desplazado el análisis racional, y se utiliza con frecuencia como fundamento para aplicar políticas de alto impacto fiscal y social, sin debate ni revisión. Esta lógica —basada más en la urgencia emocional que en la solidez técnica— corre el riesgo de erosionar no solo la confianza pública, sino también las bases de una sociedad abierta.

Cuando las decisiones se toman al amparo del miedo y no del conocimiento, el resultado no es necesariamente un planeta más sostenible, sino una sociedad más vulnerable, sino una sociedad menos libre y más pobre.

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