
Extraordinaria fue mi primera impresión de la película de Albert Serra, Tardes de soledad. Terminó la proyección y me quedé con ganas de verla otra vez. Todo era real. Mi crítica no puede ser otra cosa que un aleve despliegue de esa impresión. Estamos ante una grandiosa obra de arte. Cine en estado puro. Cine es, en efecto, la conjunción de imágenes y sonidos. Cine para mostrar a España abierta en canal. O sea España es la corrida de toros. El protagonista es el toro: el animal totémico de la última religión pagana de Oriente y Occidente. No es el toro bravo un sucedáneo ni una representación del dragón con el que lucha San Jorge. Es su encarnación. ¿Religión pagana? Sí, la única capaz de absorber y deglutir millones de falsos diosecillos de un mundo que escupe a Dios y da la espalda a la muerte. El espectáculo más anacrónico de nuestro tiempo, quizá de todos los tiempos modernos, aparece como alternativa a un mundo melifluo de emociones y sin columna vertebral, sin principios morales, para enfrentarse a lo real. Al toro de la vida: la muerte.
El toro bravo, grandioso y totémico animal, da algo más que identidad a una civilización. Es una unidad de medida del grado de espiritualidad y lucha, de miedo y valentía, ante la vida como tragedia. Aquí hallaremos, tocaremos con la yema de los dedos, la tragedia humana, el drama terrible, del hombre en vilo ante una bestia mítica, grandiosa, el toro bravo. España. El estremecimiento humano ante la muerte, el temor a perder la vida, siempre fue resuelto en España a través de la plástica. Ahí exactamente se sitúa Serra. El pánico a morir es captado, expresado, como en las mejores etapas del barroco español. La muerte y la vida van entrelazadas. Magistral argumento es ese entrelazamiento para una película universal, realista y poética.
Universal, sí, porque esta obra será entendida lo mismo por un español que por un británico, por un francés o por un canadiense; el mundo entero comprenderá lo que lleva adentro la inseparabilidad de la vida y la muerte. El canguelo hondo, el miedo metido en nuestras entrañas, ante un animal creado por el hombre sólo para luchar, luchar y luchar hasta matar a su oponente es captado con precisión y rotundidad. Gutiérrez Solana, el escritor y pintor más grandioso de La España negra, se sentiría reconfortado, satisfecho, si pudiera ver la película de Serra que, por momentos, parece una mimesis recreativa de algunos de sus cuadros taurinos, cuando no la transubstanciación al cine de algunas de sus espeluznantes descripciones de una tarde de toros.
Sí, la película de Serra está al alcance de todos. Es real. Nada que ver con lo críptico o incomprensible. Es una película realista. Exacta. Poética. A través del toro vemos, oímos y sentimos la vida y la muerte. El toro bravo, "hecho", "criado" y "creado" por el hombre para matar, es fiel a su destino: matar y morir. El toro bravo lucha como el humano respira. A eso debemos enfrentarnos. El resto son zarandajas. Eso es lo que muestra Serra. Lo hace con pasión y razón. Trata de llegar a todos y no sólo a un sector de la sociedad. El cine de Serra como nuestra plástica, o mejor, nuestras Bellas Artes, siempre tuvieron una voluntad de universalidad. No necesita Jeremy Irons, el grandioso actor británico, a un torero retirado, pongamos que hablo de Rivera Ordoñez, para que le explique la película de Serra. Claro que los aficionados a la tauromaquia, bienaventurados de verdad, verá matices y detalles que no ven los no aficionados, pero esa es otra cuestión. Lo decisivo es que la embestida del toro y la capacidad de recortarla del torero, componentes esenciales de la tragedia humana, es entendida y sentida por cualquier individuo con capacidad de tener una experiencia moral y artística.
Lejos de cualquier experimento al uso de las brumas germánicas, o de cualquier otra atmósfera de la Europa del Norte, estamos ante una película "realista", cervantina, que no necesita de mediadores y "críticos" para ser comprendida. Absténgase, pues, los sabihondos del "arte taurino", o del cine de "arte y ensayo", de "traducirnos" la verdad contenida en esta obra. Esa pretensión es tan ridícula como quien trata de "escribir", "reescribir", "traducir", dicen los perpetradores de semejante majadería, el Quijote para nuestro tiempo. Serra no pretende hacer experimento alguno con la corrida de toros. No quiere llevar al espectador a una experiencia nueva ante la muerte de un toro de lidia, tampoco especula sobre el miedo del torero ante la fiereza terrible del animal. Serra es mucho más clásico que toda esa falsa reflexión sobre la muerte, vulgar faramalla de la modernidad, que intenta negar lo obvio con razonamientos morales. Serra solo nos muestra su visión de la fiesta brava sin trastocar, como se hace muy frecuentemente, su carácter de lucha a muerte por el de la pura complacencia "plástica", y viceversa.
Es cierto que Serra apuesta antes por el toro que por el torero, más por el fondo del espectáculo, el miedo ante la muerte, que por la forma como el torero sortea el peligro de cogida, o sea de muerte. Sí, es más torista, diría un sector de los aficionados a los toros, que toreristas, pero lo fundamental, el problema del sentimiento trágico de la vida, apenas lo trata con categorías morales sino plásticas, o sea, en su caso cinematográficas. La obsesión de la muerte, tragedia universal de la humanidad, a Serra, como a otros millones de españoles, le gusta ver solucionada, como diría Néstor Luján, cada tarde en la plaza, solucionada (sic) siempre con la muerte. Plástica, cinematográfica. Los nuevos instrumentos de la técnica del sonido y de la imagen son utilizados por Serra no para "experimentar", jugar y cosas de ese jaez, sino para mostrar que la contextura mental y sensible de los españoles les sigue inclinando antes por el arte que por lo "ideológico". Esto no es IA, con todos mis respetos a esta nueva creación de la IN, sino una nueva manera de expresar la pervivencia del estremecimiento ante la muerte.
Y lo ha conseguido, curiosamente, con cartesiana racionalidad. La composición, quizá eso lo llamen montaje los expertos en la cosa del cine, es cuasi perfecta: la descripción y la explicación, la narración (sic) y el juicio sobre lo narrado, van unidos, o mejor dicho, sincronizados como la maquinaria del mejor reloj suizo. Es, sí, cine crítico, estético, como toda la poesía taurina de la Generación del 27: el poema, cada verso, contiene su crítica. Por eso, precisamente, están en las antípodas de los experimentos crípticos del "arte" brumoso de corte idealista, utópico o, para el caso es lo mismo, distópico. Es arte español. No importa que lo reputemos de realista o expresionista, claro u obscuro, lo decisivo es que la plástica se sobrepone a todo, incluso a la moral. Porque claras y distintas son las imágenes como los sonidos, nadie quedará fuera de juego de lo que esta viendo y oyendo. Aquí Serra nos gana por goleada. Nos impresionan las imágenes de los planos cortos, rectangulares, porque gracias a ellas vemos el todo o lo imaginamos, pero aún nos sobrecogen más y nos mantienen en vilo los sonidos, el bufido del toro, la respiración y los comentarios de los toreros… Visión y sonido para mantener al "hombre en vilo". Ver, sí, es importante, como diría Antonio Cuadri, porque el sentido de la vista nos permite ver un rostro que es como observar el espejo del alma, pero oír, ay, oír el sonido de un animal, el del toro, o el de un hombre, es ver su alma. Imágenes y sonidos expresan permanentemente, incluso en los momentos de más impecable perfección y sosiego, líneas inquietas y gestos crispados de terror.
Tardes de soledad es, además, un documento extraordinario para que los historiadores futuros de la España contemporánea indaguen que el animalismo ("amor" exasperante hacia los animales, franciscanismo llevado a su extremo que nos convierte en inhumanos) fue (es) pura filfa, morralla, de una época (hoy) sin apenas principios morales, insincera y cínica, que por fortuna tuvo (tiene) en las corridas de toros la oportunidad de asistir a algo auténtico: ver a un animal mítico, grandioso, un toro bravo, cuyo destino no fue (es) otro que exaltar lo que a todos nos iguala: el estremecimiento ante la muerte. Los planos cortos de esta película, lejos de impedirnos ver el todo, iluminan por momentos nuestra existencia: nos permiten ver de modo transparente la fugacidad de la vida. Película filosófica, literatura a la española, porque va de lo contingente, sensible y cambiante a lo universal, necesario e inmutable. Nadie cambiará la muerte… Todos tenemos que morir. He ahí lo que ve Serra con categorías estrictamente hispánicas, que convierte en universales, por el grandioso motivo elegido, la tauromaquia, con un obvio argumento: España.
La primera escena me agarró el alma. El resto fue coser y cantar. Me hizo olvidar por completo de las urgencias de la vida cotidiana para vivir de cine. Nada del mundo exterior me afectaba. Me pareció estar en Las Ventas. Fui ajeno a las contradicciones vulgares de la existencia. Me sentí un bienaventurado, mientras duró la proyección. El bufido en la noche de un bello toro negro sintetiza toda la película. El resto es explanación sutil del sacrificio de un animal totémico, el toro bravo, que es una corrida de toros. La muerte es la protagonista. Jamás falta a la cita.
