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Rearme

Si vamos –y parece inevitable— a una guerra en suelo europeo en los próximos años, será necesario fijar claramente nuestros objetivos e implementar los medios debidos para alcanzarlos.

Si vamos –y parece inevitable— a una guerra en suelo europeo en los próximos años, será necesario fijar claramente nuestros objetivos e implementar los medios debidos para alcanzarlos.
Pedro Sánchez. | EFE

Es chocante que la polisémica expresión "estar despierto" (Woke, en inglés) se asocie con la nueva izquierda libertaria y radical, acaso menos violenta que la izquierda revolucionaria de otros tiempos, pero de hecho bastante más peligrosa, ya que de una guerra o de una revolución se acaba saliendo, y en cambio la estupidez tiende a eternizarse. Y digo que es chocante porque la necesidad del despertar no es patrimonio del mundo progre contemporáneo, sino una idea filosófica milenaria con profundas raíces en Oriente y Occidente. El hombre tiende al sueño y a la molicie (no hay más que recordar las andanzas de Odiseo en compañía de Circe y de Calipso) y por eso nuestra vida resulta a menudo perturbada por repentinas y dolorosas tomas de conciencia.

En este momento, en Europa vivimos uno de esos traumáticos retornos a la vigilia, impuesto por la ominosa deriva de la política internacional, con su renovado surtido de guerras atroces y amenazas nucleares. El ascenso de Trump a la presidencia de los Estados Unidos ha supuesto una conmoción brutal que nos ha sacado con imprevista violencia de nuestras ensoñaciones confortables sobre la alianza transatlántica y las garantías de seguridad que dábamos por supuestas. Parece extrañamente oportuna, en estas circunstancias, la frase emblemática del Manifiesto comunista: "Todo lo que es sólido se desvanece en el aire". Más allá de la probable disolución del vínculo transatlántico, el mayor peligro al que nos enfrentamos es el del acoso y derribo, a un lado y a otro del océano, y alrededor de todo el globo, a la democracia liberal, como patrón político e institucional compartido por las naciones civilizadas. Vuelven las autocracias y las tiranías democráticas que arrollan a las minorías y aplastan los principios liberales que empezaron a gestarse hace siglos en el humanismo europeo.

Así nos lo ha confirmado la democracia liberal más poderosa y genuina al elegir como presidente a un payaso ególatra, hijo no deseado de Homer Simpson y Naranjito. Así lo constatamos, también, cuando una Europa hedonista y lerda permitió que Rusia cayera en manos de oligarcas mafiosos; en lugar de utilizar el palo (sanciones) y la zanahoria (acuerdos comerciales supeditados a reformas) para forzar a ese país a entrar en vías de transformarse en una democracia acendrada y homologable. Opción esta probablemente condenada al fracaso, pero que al menos se debió intentar. Todo esto ya es agua pasada y no tiene remedio. Ahora, enfrentados a esta panda de matones que se ha apoderado de Ucrania y no se detendrá hasta que aceptemos todas sus exacciones, extorsiones y coacciones, abandonados por nuestros enloquecidos aliados de América del Norte, ya no cabe otra opción que la del rearme. Uno de estos pasados días comenté en X (jugando con la ironía, recurso arriesgado en una red tan oligofrénica como la que dirige Musk) que la propuesta de Podemos y Sumar de abandonar la OTAN es casi tan "buena" como la de VOX de alinearse con el enemigo. Cerraba mi tuit aduciendo que aún podría mejorarse la iniciativa podemita, invitando por carta a los rusos a entrar en suelo patrio y apoderarse de nuestros recursos –tierras raras y monumentos nacionales incluidos—, e invitando a continuación al Estado Islámico a penetrarnos (en todos los sentidos) y a cambiar la Constitución por la Sharía.

Es hora de que los liberales de izquierdas –rara especie en nuestro ecosistema político, herederos ideológicos de Giovanni Sartori, entre los que me cuento— hagamos nuestros los consensos esenciales de la democracia constitucional, empezando por nuestras libertades y derechos civiles. El actual gobierno, agotado y vergonzosamente aliado con los enemigos de esos principios básicos, está del todo incapacitado para liderar las reformas necesarias en una situación tan grave.

Porque sucede que el estado actual de nuestras fuerzas armadas es, en verdad, lamentable. España es hoy penosamente incompetente en la aplicación de los recursos informáticos (en particular de las nuevas herramientas, como la inteligencia artificial) a un posible escenario de operaciones en territorio enemigo. Nuestra nación carece de la capacidad de proyectar fuerza eficaz en lugares lejanos. No cuenta con drones y arma aérea embarcada suficiente para intervenir lejos de casa. Nuestros cuerpos de operaciones especiales, aunque bien entrenados en lo que a unidades de élite se refiere, no podrían actuar con éxito sin la debida cobertura aérea y la ineludible asistencia de satélites y centros de mando y control sofisticados. Las carencias son múltiples y el cronómetro de la supervivencia nacional se puso en marcha en el despacho oval de la Casa Blanca el último viernes de febrero.

Si vamos –y parece inevitable— a una guerra en suelo europeo en los próximos años, será necesario fijar claramente nuestros objetivos e implementar los medios debidos para alcanzarlos. Es el fin de la eterna adolescencia de la Transición. España, democracia liberal imperfecta, pero tan perfectible y consolidada como las de su entorno, debe prepararse para defender el Estado de derecho y sus libertades; lo que supone hacer frente a las tiranías. El tiempo para prepararnos se agota a vertiginosa velocidad. Los enemigos interiores y exteriores deben saber que estamos dispuestos a la defensa de nuestro modo de vida. Entre los nuestros, quienes se alinean con el enemigo, como Santiago Abascal, o pretenden demoler los principios demócrata-liberarles representados por la Constitución del 78 (Pablo Iglesias, Monedero), o bien buscan la secesión de un territorio mediante un golpe de fuerza o una política de hechos consumados (Puigdemont), deben ser conscientes de que si vulneran la ley serán detenidos por la fuerza, con la legitimidad de la ley. No me parece inoportuno ni descabellado recordar que si fuera preciso neutralizar amenazas internas que pongan en jaque nuestros principios esenciales o supongan una amenaza vital para nuestra seguridad, resulta técnicamente posible, con la mayoría necesaria en el Congreso, abrogar la ley orgánica del 27 de noviembre del 95 que suprimió la pena capital del código militar. Y para quienes se asombren de que se pueda sostener lo dicho desde posiciones de izquierdas, me gustaría arrojar toda la luz posible en el penumbroso y mortecino territorio de sus perplejidades. Digo esto desde la izquierda, sí. Una izquierda moralmente rearmada y orientada a la defensa nacional.

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