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Agapito Maestre

Estoicismo para tiempos borrascosos (III): el tiempo nos está contado

El tiempo, idea central del pensamiento estoico, ha alimentado tanto nuestra cultura popular como la exquisita poesía culta de todas las épocas.

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Pasaba por la puerta del Banco de España y vi anunciada una exposición. Me atrae el reclamo. El mundo de la pasta, el parné y el jurdó, o sea del dinero, se presenta vinculado al arte. El Banco "nacional" de España exhibe su musculatura artística. Habrá que visitarla. Entro en la internet para informarme de qué va el lío. Parece que se exhiben retratos reales de grandes pintores, entre ellos las últimas fotografías de los actuales, a cargo de una fotógrafa yanki. El pretexto para exhibir las fotos de Felipe y Leticia es una exposición de relojes.

Relojes. Cronos. Tiempo.

Las explicaciones del "catálogo" de la página web del Banco de España, como casi todas la argumentaciones excesivamente pedagógicas, caen en la ideología, en falsedades. Sólo faltaba que la comisaria del evento hubiera citado la definición del tiempo de Kant: una forma pura a priori de la sensibilidad interna de la subjetividad. ¡Ay! Cuando la barbarie del especialista se presenta en formas falsamente intelectuales, es para salir corriendo y no parar hasta hallar un refugio seguro. ¿Qué abrigo, albergue o guarida puede hallar el hombre actual para defenderse de tanto ataque exterior? La tradición estoica siempre lo tuvo claro. También yo, como muchos otros millones de mortales, recurro a mi propio pensamiento y, a veces, a mi innegociable sensibilidad.

No existe cobijo más seguro que el de nuestra conciencia. Saca su fuerza, como nos enseñara el viejo Aristóteles en el libro IV de su Metafísica, del principio de identidad, o mejor de su buen uso, que los escépticos de todos los tiempos han retorcido hasta hacerle decir lo contrario de lo que dice: lo que aparece como idéntico a sí mismo, igual a sí mismo, posee también, según el escéptico radical, la no identidad y la desigualdad. Falso. Pero dejemos para otra ocasión la discusión de esa compleja falsedad, hilo conductor de todas las guerras, en la historia de la filosofía, entre los defensores dogmáticos de la existencia de la Verdad y los escépticos que mantienen lo contrario; aceptemos con relativo agrado, o sea al modo aristotélico, que la conciencia en la que nos refugiamos es igual a sí misma, imperturbable e impasible, y por otro lado está el mundo en cambio permanente, gracias a nuestro poder de negación. No hay, en mi opinión, manera mejor de darle fundamento a las expresiones: "El aguante es todo" y "quien resiste, gana".

Aguanto, pues, con paciencia las "explicaciones" de un catálogo sobrado ideología y falto de fineza. He aquí un ejemplo de ese defecto: "El último apartado de la exposición es una selección de obras que dan cuenta de que hay otros modos de concebir el tiempo que proceden del lenguaje de la creación o de contextos culturales no occidentales, como el indigenismo, que busca otro tiempo, ligado a los ciclos naturales o los saberes propios". Ay, otra vez, el indigenismo… y a cuento de qué… De todos modos, visitaré la exposición. Seguro que está llena de bondades artísticas y verdades semánticas como la recogida en el título de la muestra: La tiranía de cronos, aunque yo hubiera elegido el Tiempo nos está contado. Es más castizo, más estoico, o sea, más español. El tiempo es oro. Sin necesidad de verterlo a la lengua inglesa como time is money.

Quizá no exista ninguna experiencia que preste mayor madurez al hombre, como dijo una filósofa de corte estoico, que su descubrimiento del tiempo. El tiempo es descubierto, en verdad, cuando notamos que nos sobrepasa. Sólo cuando nos alcanza el tiempo, decimos con cierta dejadez de ánimo, descubrimos su poderío. Su genuina verdad. Entonces, y sólo entonces, dejamos de engolar la voz, y repetimos con melancolía el tiempo es vida, o mejor, la vida sólo es tiempo. "Que nuestra vida es tiempo", dice María Zambrano en su actualización de la obra de Séneca, "es cosa que se advierte en ciertos momentos de madurez, cuando por una parte nos va quedando poco, y por otra, hemos tocado con alguna extremidad de nuestra alma algo intemporal".

El tiempo, idea central del pensamiento estoico, ha alimentado tanto nuestra cultura popular como la exquisita poesía culta de todas las épocas. Jorge Manrique y Antonio Machado nunca dudaron del tiempo como fundamento de la vida y, por tanto, del ser del hombre. Sus obras no son, sin embargo, cantos plañideros a la evanescencia del tiempo, al dolor ante la inaplazable muerte contenida en el mismo tiempo, en la vida, sino meditaciones engendradas por el dolor para dulcificarlo. Soportarlo. Conllevarlo. ¡Resignación! ¿Estoica o cristiana? Creo que para el caso es lo mismo.

La meditación es, por encima de cualquier otra consideración, un saber para la vida. Son sentires al par que pensamiento, dice Zambrano, razones de la razón hechas por el corazón, razones del corazón que la razón entiende. Eso es, en efecto, lo que da continuidad al estoicismo "filosófico" de todas las épocas: sentencias que nos ayudan a sobrellevar el dolor y alcanzar la serenidad. Son consolaciones senequistas: "Las cosas de que te quejas son iguales para todos; yo no puedo hacerlas más fáciles, pero tú puedes dulcificarlas si quieres" (Seneca, Cartas a Lucilio, XCI). La administración del tiempo, de nuestro tiempo, es la primera recomendación de Seneca a Lucilio: "Haz de suerte, mi querido Lucilio, que el tiempo que se tiene la costumbre de sustraernos o el que tú mismo dejas escapar, administres y cuides. Pues la peor de todas estas pérdidas es la que llega por nuestra negligencia. Si te dispones a considerarlo, encontrarás que la mayor parte de la vida se va en hacer mal, gran parte en no hacer nada y toda ella en hacer otra cosa distinta de la que se debería" (Ibídem, I).

Valorar el tiempo es, sin duda alguna, el mejor tributo que rinde el hombre al otro gran leitmotiv de la reflexión estoica: la muerte. Memento mori: pensar sobre la siempre posible inminencia de la muerte es algo aleccionador. La reflexión sobre nuestra propia mortalidad y la de aquellos a los que amamos y nos rodean es ejercicio que aconseja el estoico: "Dispongamos, pues, nuestro ánimo como si ya hubiésemos llegado a nuestro fin. No aplacemos nada: saldemos cada día nuestras cuentas con la vida. El mayor defecto de la vida está en que siempre es incompleta, porque siempre dejamos algo aplazado (…). Nada hay tan triste como la duda de en qué hayan de parar las cosas que nos pasan (…). De una sola manera podemos escapar de esa inquietud: no proyectar hacia delante nuestra vida, antes bien, recogerla en sí misma, porque quien está suspenso del futuro es quien tiene un presente sin valor (…). En consecuencia, sé diligente en vivir y ten cada día por una vida. Aquel para quien cada día fue la vida entera, está seguro; para quienes viven de esperanzas, el tiempo se cumple siempre de improviso; y de ellos se apoderó la avidez y el miedo a la muerte, el sentimiento más despreciables y que más despreciable lo hace todo" (Ibídem, CI). He ahí el arte de matar el tiempo y de aceptar la muerte. El Ars Moriendi de Seneca es sencillo de entender. Todo depende de esa verdad terrible: la muerte. Agradece, pues, el tiempo que te queda y esmérate en emplearlo con sabiduría.

Tiempo, angustia y muerte están entrelazados. Anudados. La filosofía de Seneca nos muestra con nitidez esos nudos y, sobre todo, pretende darnos las armas para desanudarlos. A eso se llama "filosofía práctica", que quizá tenga poco que ver con el pragmatismo de hoy, porque se trata de una filosofía para vivir "sin esperanza y sin miedo". Su primera carta a Lucilio, escrita en un estilo deslumbrante, revela un asunto clave de toda la obra de Seneca que ha marcado la historia entera de la filosofía. Su aversión a la tendencia meramente especular de la filosofía. La filosofía es un saber vital o no es saber: "La filosofía enseña a actuar, no a hablar (…) no aprendemos para la escuela, sino para la vida". Filosofamos, sí, para hacernos mejores, más valiosos, per ipsam virtutem, a través del ejercicio y no mediante especulaciones. Más aún, la filosofía no es sólo para la acción; la propia filosofía tiene que ser acción. No es el ingenio sino el ánimo lo que debe cultivar la filosofía.

No es de extrañar que Hegel, el mayor especulador del mundo moderno, sólo le dedicará a Seneca tres líneas en su Historia de la Filosofía. Hegel, siempre tan prepotente, despreciaba lo que no podía integrar en su bárbara fórmula: todo lo real es racional y todo lo racional es real. Al contrario, Seneca, el "torero de la filosofía", como le llamó Nietzsche, asumía el riesgo, el peligro de la vida: no esperaba ni pedía inmunidad para soportar los males de la vida. A la pregunta de Lucilio sobre su "deseo de vivir y estar libre de toda molestia", contesta airado Seneca: "Un dicho tan afeminado no cae bien en un hombre (…). Pues la vida, Lucilio, es lucha. Así pues, aquellos que son zarandeados, y van arriba y abajo por terrenos difíciles y trabajosos, son los hombres fuertes y la flor de los campamentos; aquellos que, mientras los otros trabajan, se reblandecen en un descanso podrido, son tortolillas, a los que se deja sanos y salvos para que sirvan de burla" (Ibídem, XCVI). Pero de eso hablamos otro día, querido lector. La formación del carácter es otro gran capítulo de Seneca, Epíteto y Marco Aurelio, autores de referencia permanente del Estoicismo contemporáneo.

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