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De Barbieri a Heine

Los filósofos españoles no han escrito demasiado sobre música, incluso algunos han hecho ostentación de su incultura musical.

Francisco Asenjo Barbieri | Wikipedia

Pareciera que el doctor Cidad hubiera trasladado su gran capacidad de concentración para curar las enfermedades de la dentadura, su genuina y pasional vocación, a una actividad lectora frenética en periodo vacacional. No se duerme en los laureles y aprovecha el silencio de Liencres para leer con fruición a Menéndez Pelayo. Me da razón de su Barbieri y, de paso, me cuenta cómo el humanista de Santander le ha abierto las ganas de leer la poesía de Heine. Nunca imaginó que don Marcelino nos hubiera ilustrado de modo tan preciso sobre la historia de la música española y menos todavía se le hubiera ocurrido pensar que Barbieri, el zarzuelero más famoso del XIX, ocupará un lugar relevante en su obra. También quedó sorprendido por la apertura mental de don Marcelino para abrirse a una poesía como la de Heine que, en principio, no casaba con sus gustos clásicos: "Muchas puertas llevan a la encantada ciudad de la fantasía: no nos empeñemos en cerrar ninguna de ellas, ni en limitar el número de los placeres del espíritu".

Sí, don Marcelino le dio a la música la importancia que tuvo en la época clásica. Es el único arte, como dijera Platón en La República, capaz de transformar una sociedad. Ese fue el objetivo del movimiento musical que lideró Barbieri, en la Restauración, y pensó con acierto Menéndez Pelayo: "La Música vuelve a ser un Arte de educación colectiva" y, además, en una hora de crisis del resto de las artes plásticas, y el de la literatura misma, en opinión del crítico, la música cumple con su propio ideal. O sea para don Marcelino, y en eso se adelantó más de un siglo, es el único Arte que aparece en continuo progreso: "Hoy la Música está en todas partes: hay sistemas filosóficos que son Música (y no siempre música celestial), y si existen cuestiones estéticas que tengan el privilegio de apasionar y dividir, no son ya las relativas a la Poesía y la Arquitectura, como lo fueron durante el glorioso movimiento romántico, sino las relativas a la teoría y a la práctica de la Música".

No sé cuánta razón le asista a nuestro autor del verano en esta valoración de la Música, que resalta por encima de otras cualidades mi amigo Ángel, pero una cosa es indiscutible: don Marcelino es uno de los pocos pensadores en la España de finales del XIX que se tomó en serio este arte. Los filósofos españoles no han escrito demasiado sobre música, incluso algunos han hecho ostentación de su incultura musical, pero don Marcelino salva la honra de este gremio de los Humanistas. Si dejo aparte a Gustavo Bueno, quien incluso era un buen ejecutante en el piano, pocos como Menéndez Pelayo prestaron tanta atención como él para averiguar cuáles son las vías principales para lograr una mejora de la educación musical de un pueblo. Contribuyó de modo decisivo al desarrollo del acervo bibliográfico y estético de la historia de la música española. Buscó, ordenó y clasificó fuentes que son imprescindibles para investigar y orientar la estética musical.

Por desgracia, la mayor contribución de don Marcelino, la música como "arte de educación colectiva", ha sido despreciada por los jerarcas políticos y por sus élites intelectuales. Bajo es el nivel de la instrucción pública en general, pero la "educación musical" raya con el precipicio del analfabetismo. Poca gente en España cree que no entender de música, o desconocer el significado de la música para la educación de una nación, es ser analfabeto. En efecto, cuesta entender al común de los españoles que el "gusto se educa", cualquier gusto, empezando por el literario es susceptible de educarse. Exactamente eso, la educación de los gustos artísticos en general, y el de la poesía en particular, es lo primero que me destaca el Brujo de Villahizán de los textos breves que dedicó don Marcelino a Heine.

El valor de la traducción

Sobre la educación estética y el valor de la traducción, o mejor del mérito de los traductores de la poesía de Heine, son los temas clave que toca don Marcelino en estos dos trabajos. El primero es un prólogo para la traducción al castellano que hizo José Joaquín Herrero, en 1883, de los Poemas y fantasías de Heine. El segundo es una carta a Enrique Pérez Bonalde, poeta venezolano, residente en Nueva York, en 1886, sobre su traducción al castellano del Buch der Lieder (Cancionero) de Heine, quizá el único libro de poesía de la historia literaria que ha tenido un éxito de dimensiones modernas. La primera edición, en 1827, fue de 5.000 ejemplares y se editó 12 veces. ¡Qué edición de poesía actual podría competir con el de Heine! También en España fue pronto leído el poeta hebreo de Düsseldorf, que compuso la canción más popular de Alemania, Loreley, cuyo primer verso es ya toda una declaración de romanticismo: "Busco en vano esto que siento".

Gracias a esas traducciones, junto a la del poeta valenciano Teodoro Llorente, que habían estado precedidas por las de Eulogio Florentino Sanz, que hizo esmeradas versiones de algunos de sus más famosos Lieder, Heine era muy conocido en España. No era en esa época nuestro país un "suburbio", como escribiera, en 1964, Manuel Sacristán famoso comunista después de haber pasado por las filas falangistas [1] No era, en absoluto, un erial la vida cultural de la época de la Restauración… Pero a lo que íbamos, cómo se lleva a cabo el acercamiento de don Marcelino, degustador clásico de la poesía, al poeta romántico por antonomasia. ¡Por educación del gusto! Aunque nunca puso en duda la genialidad de la prosa de Heine, a quien consideró como el primero de los satíricos del mundo moderno, fue reacio a su poesía, y a pesar de que nunca maldijo y proscribió "las formas artísticas que no le eran de fácil acceso, o que no iban bien con su índole y propensiones", le costó entrar en el romanticismo de Heine. Pero, porque nunca dio la espalda a ninguna forma de arte, y porque nunca consideró una antinomia sus principios cristianos con el cultivo de una estética pagana, persistió don Marcelino en educar su gusto poético. Y, al fin, consiguió, según declara explícitamente, entrar con mirada limpia en la poesía de Heine.

Estoy convencido de que en ese proceso educativo influyó, seguramente, su amigo Amós de Escalante, exquisito catador de la poesía romántica europea. Pero fue, sobre todo, su propio esfuerzo intelectual, un verdadero ejercicio de educación del gusto, lo que le llevó a leer a Heine directamente y no descomponiéndolo. Porque lo tomó como realmente es, reconoció el valor de la poesía como música. Y fue entonces, cuando creyó haberlo entendido, la hora de su juicio crítico: la universalidad de la poesía de Heine, muy alejada del nacionalismo alemán, "no penetra por los ojos, pero empapa con tenue rocío el alma. Todo se encuentra en esos versos, pero volatilizado y aeriforme. Cada lector va poniendo a esa música la letra que su estado de ánimo le sugiere (…). Quien con mano distraída abre el libro de Heine y empieza a hojear esas composiciones tan sin asunto (según el modo vulgar de entender el asunto), siente al poco rato levantarse voces interiores que responden a la voz del poeta, y moverse en su memoria tempestad de hojas secas, y dar lumbre todavía al todavía mal apagado rescoldo".

Hizo nido en la peluca de Voltaire

Heine

Imposible imitar la ironía de Heine. Es tan singular como su época. Siempre para don Marcelino es inviable el estudio de un autor aislado de la literatura y de la sociedad de su tiempo. Y porque don Marcelino conocía bien las circunstancias de la época de Heine, saluda el ingenio de un crítico alemán: "Heine es un ruiseñor alemán que hizo nido en la peluca de Voltaire". Heine no resiste la parodia: "Hebreo de raza, alemán de nacimiento, francés por larga residencia y por algunas partes (no las mejores) de su genio. Buscó en el Mediodía calor, luz y libertad para su poesía meditabunda y germánica. De todo ello resultó un fruto acre y picante, y a la vez sabroso y tierno, que quizá nunca volverá a darse en el mundo, porque las condiciones en que se dio no son de las que se procuran artificialmente".

Y, a pesar de esa hermosa crítica a Heine, se sembró una sospecha, un horrendo prejuicio, sobre el desprecio que sintió Menéndez Pelayo sobre el romántico, paradójicamente, más ilustrado que ha dado Europa. Estos dos textos, leídos con pasión por un odontólogo que tiene las paredes de su consulta llena de bellos versos, demuestran lo contrario. Es el propio Menéndez Pelayo quien se critica a sí mismo por no haberlo valorado suficientemente. Sin embargo, ese reproche tuvo que soportarlo don Marcelino con estoicismo durante una parte de su vida. Un prejuicio que se convirtió en una tópica ideológica después de su muerte y, especialmente, a partir de la Generación del 27… Pero de eso, y de las negaciones de su obra escribimos otro día.


[1] No es el único borrón que vierte Sacristán en su introducción, por otro lado muy bien documentada, a la edición que la editorial Vergara publicó, en 1964, de las Obras de Heine.

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