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Pedro Fernández Barbadillo

Aquilino Duque, un hombre feliz

Ha muerto sin el reconocimiento oficial porque los premios, el discurso público y la corrección política la controla en nuestro país un pequeño grupo.

Ha muerto sin el reconocimiento oficial porque los premios, el discurso público y la corrección política la controla en nuestro país un pequeño grupo.
Aquilino Duque | YouTube-Sky News

El primer sábado de la Feria del Libro acudí a firmar y después me recorrí algunas de las casetas. Aunque la organización había cerrado el recinto y establecido solo dos entradas controladas para evitar contagios, luego estábamos todos pegados en las casetas y las colas. Una vez acabado mi compromiso, y ya que estaba dentro, no quise salir y me recorrí las casetas. En la correspondiente a la editorial Renacimiento compré un delicioso libro de Aquilino Duque, Doce días de año en año, en el que recogía los villancicos que durante veintitantos años nos ha enviado a sus amigos en Navidad. Al regresar a casa, le envié un correo en el que le decía que me había llevado el último ejemplar que quedaba en la caseta. Espero que lo leyera antes de fallecer unos días después. Su libro compartió la bolsa con otro autor que él había descubierto hacía unos años y que (como a mí) le fascinaba y divertía: el pensador reaccionario colombiano Nicolás Gómez Dávila. ¡Menudas coincidencias!

Nacido en Sevilla el día de Reyes Magos de 1931, Aquilino Duque conoció la guerra civil, el régimen franquista y la democracia. A los veintitrés años, para ganarse la vida marchó al extranjero, donde encontró a Sally, su esposa. Trabajó como traductor para varios organismos internacionales; y en sus destinos, entre otros en Roma y Ginebra, trabó amistad con docenas de españoles exiliados, como Rafael Alberti, y colaboró en numerosas publicaciones dentro y fuera de España. Escribió miles de páginas de novelas, poesías, ensayos, artículos de periódico y memorias. Participó también en varios congresos y jornadas culturales en los años 60 y 70 que preparaban el ambiente intelectual para cuando se produjera el ‘hecho biológico’. Y, además, tenía un carácter abierto y amable.

¿Por qué entonces ha muerto sin ese reconocimiento oficial que el ‘régimen del 78’, como lo llama Pablo Iglesias, uno de sus beneficiarios, ha repartido con a manos llenas entre escritores que han hecho su fortuna renegando de lo español? No porque España como nación sea desagradecida, sino porque los premios, el discurso público y la corrección política la controla en nuestro país un pequeño grupo que se da los prestigios, las famas y las direcciones de las delegaciones del Instituto Cervantes. Y Aquilino no quiso entrar en ese corral. Incluso cuando regresó a España en 1975, para que sus hijos tuvieran una patria, se asentó no ya en Sevilla, sino en un cercano pueblecito, Bormujos. Así realizó una descentralización práctica de la literatura española.

Otro elemento que separaba a Aquilino Duque de los nuevos mandarines y de sus herederos fue su alegría, en una época que busca a los oprimidos, honra a todo tipo de víctimas (menos a las de las izquierdas) y aplaude los testimonios de ancianos que relatan penalidades sin cuento. En un poema titulado ‘Curriculum Vitae’ declara su satisfacción con la vida que ha tenido:

Fui feliz en los bancos de la escuela,

feliz en el cuartel y en el colegio,

y en aquellos veranos sin más agua

que la del pozo aquel del patio.

Si tuve sinsabores

supe olvidarlos al debido tiempo.

El primero de sus libros que leí fue El suicidio de la Modernidad. Con la que yo considero una de las mejores prosas españolas del siglo XX, Duque presentaba a Antonio Gramsci, a Ernst Jünger, a Marshall McLuhan y a María Zambrano, y desmenuzaba Mayo del 68. En uno de esos artículos afirma que "Lo que hoy en esta sociedad (¡1981!) se demoniza como ‘fascismo’ es la fuerza reactiva que puede restaurar los valores judeo cristianos". Esa pasión por nuevos pensadores y nuevas ideas le acompañó hasta su muerte. Él me habló del profesor argentino Marcelo Gullo, cuyo libro Madre Patria. Desmontando la Leyenda Negra se ha convertido en un ‘best-seller’, y al que presentó en Sevilla en una conferencia. Cuando leyó Nuestro hombre en la CIA, donde Iván Vélez demostraba la financiación por la inteligencia norteamericana de algunos de los congresos a los que había asistido, reconoció su asombro.

Seguía colaborando para la web El Debate de Hoy y la revista Razón Española, donde publicaba reseñas de los libros que leía, incluso sobre esa guerra cuyo retorno al debate político le preocupaba y, también le indignaba. Sobre la memoria histórica escribió:

"Yo no pretendo que el otro renuncie a lo que es, pero tampoco consiento que el otro me obligue a mí a renunciar a lo que soy, y la reconciliación consiste en que nos entendamos y nos comprendamos sin dejar de ser lo que somos".

Otro motivo para que los mandamases españoles trataran de hundirle en el olvido, como a los demás escasos testigos de la República y la guerra. En 2009, una concejalita comunista de Sevilla cerró el centro municipal en el que se iba a celebrar un acto en recuerdo del escritor falangista Agustín de Foxá. Duque, miembro desde hacía años de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, y los otros participantes pronunciaron sus charlas en la calle. Luego dio las gracias a la política, porque gracias a su cacicada se cumplió con creces el objetivo del acto de dar a conocer a Foxá.

A la espera de que otro poeta andaluz, Enrique García-Máiquez, cribe la obra de Aquilino para ofrecernos una antología de frases y citas como la que ha hecho de G. K. Chesterton, yo concluyo este obituario con esta pequeña joya titulada ‘La vita é bella’:

Devuélveme, Señor, las certezas aquellas

para que vuelva a ver en las estrellas

a los Reyes de Oriente

y a la luna de agosto refrescarse en la fuente.

Dame, Señor, tus flores para el Mes de María

y ponme en la almohada la estrella que me guía.

Dame tu fuerza y tu sabiduría, para dar gracias,

para que todo sea

igual que lo que tengo

y lo que soy, y

por haber llegado hasta el día de hoy;

por no tenerme en cuenta demasiado

la flaqueza mortal de caer en pecado,

por haberme negado la fruta prohibida

que sume en la tristeza y que acorta la vida.

¡Y la vida es tan bella! Ya que no la he perdido,

haz que ese cielo prometido

en el que puse mi esperanza

sea su imagen fiel y semejanza.

Ve con Dios, Aquilino.

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