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Amando de Miguel

Los cómicos de la lengua estofada

Lo malo no son los atentados contra la gramática y la sintaxis. Lo fundamental es parapetarse tras un lenguaje inexpresivo, que no comprometa mucho.

Lo malo no son los atentados contra la gramática y la sintaxis. Lo fundamental es parapetarse tras un lenguaje inexpresivo, que no comprometa mucho.
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, conversa con los diputados socialistas Patxi López y Francina Armengol | EFE

A comienzos de la lejana Transición democrática, acuñé el término de politiqués, que tuvo cierta fortuna, más que nada porque todo el mundo lo reconocía en seguida. Era un fenómeno penoso y divertido a la vez. Se refería a un tipo de lenguaje, jerga o dialecto, que caracterizaba a las declaraciones de los políticos.

Hace más de una generación, creía yo que la desgana léxica del politiqués se debía a que la democracia nos había pillado por sorpresa a los españoles todos. No se había dado el tiempo suficiente para que el vecindario se adaptara, con naturalidad, a los usos democráticos. De ahí, el recurso a las muletillas y otras formas estereotipadas del lenguaje de los políticos. Ahora, veo que la cuestión es más profunda. (En la jerga politiquesa diríamos "de mayor calado" o "con mayor recorrido", pues lo suyo son las metáforas trilladas). Simplemente, los que mandan suelen acogerse a expresiones no comprometidas; así, no tienen que desdecirse. La clásica es la cautela "por decirlo de alguna manera". Todo se subordina al objetivo fundamental de llegar al poder y de mantenerse en él. Resulta divertido el espectáculo de tantos verbomotores con ínfulas académicas. Las destacan más los que fueron estudiantes medianejos. Ahora, son los verdaderos cómicos de la lengua, que no los de la legua.

El politiqués no es, solo, la tendencia a emplear un castellano relamido, incluso, con solecismos. Lo malo no son los atentados contra la gramática y la sintaxis. Lo fundamental es parapetarse tras un lenguaje inexpresivo, que no comprometa mucho. Para ello, lo mejor es no decir nada con el mayor número de palabras, un poco como el mejor Cantinflas.

Debo precisar, ahora, que el politiqués no lo practican todos los políticos. Lo destacan, solo, los que acumulan incultura, sin muchas alternativas profesionales fuera de la carrera política. Tampoco es una cuestión de títulos académicos. Un capitoste del Gobierno o del Parlamento puede ostentar un título de maestría o doctorado en la Universidad, pero sus declaraciones acusan un gran desconocimiento de cualquier materia. La prueba es que, parapetado tras un atril, no se le ocurre otra cosa que leer un papel que no ha escrito. Lo de la oratoria espontánea es cosa de otros tiempos.

El procedimiento para no decir nada con mucha palabrería se basa en emplear, profusamente, expresiones mostrencas, muletillas y lugares comunes. Por ejemplo, nada mejor que comunicar el estupendo resultado de una negociación asegurando, enfáticamente, que se va a seguir negociando.

Una técnica muy característica del politiqués es el arte de muchos mandamases para salirse por peteneras o por los cerros de Úbeda cuando se someten a una entrevista ante los medios. El verbo está mal empleado, pues, más que someterse, da la impresión de que se sienten felices de que un periodista les interrogue. Hay que tener mucha soltura, muchas tablas, para contestar a las cuestiones suscitadas y no decir nada entre dos platos. O mejor, encadenar frases hechas, sin que, muchas veces, no respondan a lo que inquiere el entrevistador. Lo curioso es que, raras veces, el periodista replica: "Perdón, pero, no me ha contestado a lo que le acabo de preguntar". Es decir, se acepta la salida por los cerros de Úbeda por parte del político en cuestión. Últimamente, tengo visto que esa técnica del despiste se produce, de forma automática, cuando la pregunta se refiere a la opinión sobre algo relacionado con Vox. Más, todavía, si el entrevistado es un dirigente del PP.

Ignoro por qué tantos políticos bien asentados hacen el ridículo en las entrevistas ante los medios. Mi impresión se deriva, como contraste, de un hecho cultural: el alto sentido, desplegado por los españoles del común, para no hacer el ridículo. Se exceptúan, claro está, los cómicos, los humoristas; ellos viven, precisamente, de representar escenas que mueven a la risa.

Insisto en que me refiero a la jerga y maneras de los políticos situados en la cúspide de la pirámide del poder o trepando por sus gradas. Las excepciones no destacan tanto como el conjunto de la tribu. Es cosa digna de estudio por parte de los antropólogos.

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