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Amando de Miguel

La estupidez artificial

Puestos a divagar, en la categoría de las EA, entrarían las memeces del cambio climático, la memoria democrática y la perspectiva de género.

Puestos a divagar, en la categoría de las EA, entrarían las memeces del cambio climático, la memoria democrática y la perspectiva de género.
Pixabay/CC/geralt

La idea me la suministró mi amigo Juan Luis Valderrábano, con quien comparto luengas conversaciones telefónicas hasta que se acaban las pilas. La estupidez artificial (EA) no es más que la penúltima consecuencia en el abuso de las metáforas y el registro de las siglas en nuestro tiempo hipercientífico. Se troquela como una especie de correlato de la inteligencia natural, que es la auténtica, tan en desuso.

Decía Descartes que la inteligencia (el buen sentido) es la cosa mejor repartida del mundo; pues cada uno cree tener el monto suficiente. La verdad es que la inteligencia es una cualidad única de la especie humana; solo que, hoy, nos parece algo insignificante. Ahora, hemos dado en suponer que, con los algoritmos necesarios, se pueden componer artefactos o aplicaciones de inteligencia artificial (IA) para todas las ocasiones. Es evidente el abuso de la fraseología científica o cientificista. El dichoso algoritmo no es más que el conjunto de pasos lógicos para resolver un problema. Lo podemos identificar, de modo más llano, como fórmula. Una, muy elemental, es la de las cuatro reglas (sumar, restar, multiplicar y dividir) de los años de la escuela infantil.

Pues bien, con el andamiaje retórico de la inteligencia artificial (IA) y los consiguientes algoritmos, se nos imponen determinadas innovaciones, pretendidamente, tecnológicas o científicas. Por ejemplo, con ocasión de la pandemia, se popularizó la enseñanza onlain, que es una caricatura de la pedagogía. "Ha venido para quedarse", según la expresión de moda, pues funciona como el gran descubrimiento, la piedra filosofal de los sistemas educativos. Una clase, enlatada en vídeo, que un profesor puede servir incontables veces, como se hizo con los discos de música. Ahora, se baja, tranquilamente, y se sirve a voluntad, una y otra vez, para sucesivas cohortes estudiantiles. De esa forma, y percibiendo un módico estipendio, muchas universidades del mundo pueden expedir títulos de Harvard o de Oxford; todo, de manera virtual, que no virtuosa. Admiro a los profesores supérstites de la antigua enseñanza presencial. Son la viva representación de la "Escuela de Atenas", de Rafael.

Hay más ilustraciones del ambiente, que nos rodea, de la estupidez artificial (EA). Valga recordar el teletrabajo, la cita previa, los teléfonos robots. Todas esas innovaciones para facilitar la vida, realmente, la dificultan. En realidad, se reducen a metáforas con el aire de misteriosos algoritmos. Equivalen a los remedios de la alquimia y la astrología de los tiempos precientíficos. Lo malo es que las manifestaciones de la EA son, enormemente, improductivas. Puestos a divagar y a jugar con el lenguaje esotérico, en la categoría de las EA, entrarían las memeces del cambio climático, la memoria democrática y la perspectiva de género. Implican doctrinas discutibles, pero, hacen el papel de axiomas, de postulados incuestionables, casi, como dogmas religiosos. Desde luego, algunas personas los defienden como si fueran verdades de fe. ¡Ay de quien dude de ellas!

Pues bien, creer en todo eso a pies juntillas equivale a aceptar los algoritmos de la estupidez artificial que nos rodea, como si fuera el nuevo camino de salvación. El hecho de admitir, sin reservas, que existe la inteligencia fuera de la especie humana, con sus correspondientes algoritmos, implica unas tragaderas de campeonato. Supone una impresión parecida al del famoso burgués gentilhombre, cuando descubrió que hablaba en prosa sin saberlo.

Puede parecer un juicio demasiado severo el que denuncia tanta estupidez humana como la que, aquí, se relata. El epíteto de "humana" no es ocioso. El carácter estúpido solo se puede predicar de los seres inteligentes, esto es, los humanos. Es una consecuencia de otro rasgo inherente a la especie que se dice sapiens: la libertad. Precisamente, los artefactos de la llamada IA no pueden cometer estupideces; no son libres. En suma, no son, verdaderamente, inteligentes.

Nunca, como en la actualidad han proliferado tanto las múltiples formas de estupidez colectiva. Se comprende la intención de las autoridades para que, a los niños de las escuelas, no se les explique mucho sobre la historia anterior al siglo XIX. Es más, de acuerdo con la infausta ley de memoria democrática, tienen que poner entre paréntesis los cuarenta años de la época franquista.

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