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Pedro Fernández Barbadillo

'Cancelado' el activismo judicial en EEUU

El segundo presidente católico de Estados Unidos, Joe Biden, partidario del aborto hasta el nacimiento del niño, ha anunciado una ley federal para imponer el aborto en toda la Unión.

El segundo presidente católico de Estados Unidos, Joe Biden, partidario del aborto hasta el nacimiento del niño, ha anunciado una ley federal para imponer el aborto en toda la Unión.
Protestas el pasado 24 de junio en Santa Bárbara | Cordon Press

Según su Constitución, Estados Unidos es una república de estados y ciudadanos, no una democracia. Y España, según la suya, es una democracia de partidos. Las diferencias las vemos en estos días.

En España, un déspota que desempeña el poder ejecutivo y cuenta con un partido que le obedece como una mesnada de orcos a Sauron, se apodera de todas y cada de las instituciones que se oponen a su voluntad: el legislativo, los tribunales, el CGPJ, el CIS, el CNI, el Consejo de Estado, el INE, algunas empresas… El Tribunal Constitucional califica de inconstitucionales los estados de alarma decretados por el gobierno presidido por el déspota y el cierre del Parlamento, mandado por una de sus servidoras, y no ocurre NADA. Los ciudadanos están indefensos ante el tirano impune.

En Estados Unidos, la Constitución y las instituciones equilibran los distintos poderes y protegen al ciudadano. El colegio electoral, representación de los estados, es el que elige al presidente, no los ciudadanos. Como es una república federal formada por la unión de varios estados, éstos tienen competencias inviolables por el gobierno federal. El presidente tiene limitados a ocho sus años de mandato y todos sus nombramientos deben ser aprobados por las Cámaras. Y además el sistema electoral debilita a los partidos y convierte a los cargos electos en dependientes de sus electores y no de sus partidos.

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Manifestantes pro abortistas en Nueva York

Crecidos en un ambiente de sumisión al poder y disimulo ante él y sus sayones, a los españoles nos sorprende que la mayoría del Tribunal Supremo de EEUU haya rechazado las amenazas del presidente Joe Biden, de la prensa progre, de los activistas y de sus riquísimos financiadores para aprobar la derogación de la sentencia Roe vs. Wade.

En su fallo, la mayoría del Supremo afirma que sus predecesores de 1973

"usurparon la facultad de tratar una cuestión de profunda trascendencia moral y social que la Constitución deja inequívocamente para el pueblo".

El aborto se ha convertido en uno de los sacramentos básicos de nuestras sociedades posmodernas. Es tan importante que incluso quienes lo defienden con la hipocresía de que ninguna mujer lo comete con alegría o irresponsabilidad, sino con pena y angustia, se oponen a que la Administración conceda a las embarazadas ayudas económicas o cualquier tipo de información.

En esta guerra, no existe ya ningún límite. Al ponente de la sentencia Roe vs. Wade, Harry Blackbum, lo propuso en 1970 el republicano Richard Nixon y lo confirmó por unanimidad un Senado donde la mayoría era demócrata. Esa aceptación por la Cámara Alta de los nombramientos enviados por la Casa Blanca se rompió a partir del momento en que el Imperio Progre decidió apoderarse del Supremo para realizar su ingeniería social sin la molestia de las campañas electorales y los debates en el Congreso. Desde entonces, las nominaciones son un campo de batalla entre dos ejércitos y se aprueban por poco más de la mitad de los senadores.

Las dos últimas ofensivas del Imperio Progre han sido el nombramiento de una juez, Ketanji Brown Jackson, que declaró desconocer qué es una mujer pese a lo cual la respaldaron tres senadoras republicanas, y la filtración del borrador de la sentencia que estaba redactando Samuel Alito, hecho que no había ocurrido nunca antes. Las protestas de los activistas de izquierdas ante las casas de los magistrados ‘originalistas’ y la detención de un hombre armado que planeaba asesinar al juez Brett Kavanaugh. Quizás todo esto persuadiera al centrista John Roberts, presidente de la SCOTUS, de unir su voto al de la mayoría conservadora.

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Manifestantes en Londres frente a la embajada de EEUU

Como los progres son despiadados incluso consigo mismos, a la fanática abortista Ruth Bider Ginsburg (se opuso a cualquier medida sanitaria en los abortorios que protegiese la vida de las pacientes con la excusa de que ello implicaría reducir el acceso a un derecho constitucional, aunque causara la muerte de mujeres durante las operaciones) ahora le reprochan que se emperrase en morir como magistrada del Supremo a los 87 años de edad en vez de dimitir durante la presidencia de Obama y permitiese a Trump nombrar un tercer juez.

La reacción del segundo presidente católico de Estados Unidos, Joe Biden, partidario del aborto hasta en el momento del nacimiento del niño, ha consistido en anunciar una ley federal para imponer el aborto en toda la Unión. Sin embargo, es improbable que se pase de las palabras al papel, porque ha quedado claro que la trituración de fetos humanos no es una competencia federal y, por tanto, como señala la Enmienda X, su regulación queda limitada a los estados o el pueblo. Además un intento de debatir siquiera un proyecto de ley similar fue rechazado por el Senado hace unas semanas.

La izquierda elegante, formada por diputados y comentaristas de televisión, como Alexandria Ocasio-Cortez, ya ha quitado el bozal a sus bandas de la porra y pretende repetir las algaradas del año electoral 2020 entonces organizadas por Black Lives Matter, con la vista puesta en las elecciones legislativas de noviembre.

Si los progres fueran un poco astutos (y, sobre todo, modestos), aceptarían que el aborto se prohibiera y restringiera en los estados centrales del país y quedara legalizado en las costas, donde viven. A fin de cuentas, para ellos el territorio que se extiende entre Los Angeles y Nueva York es el ‘flyover country’, al que desprecian por paleto. Pero no pueden hacerlo, porque son activistas incansables de sus causas, de las que reciben no sólo la gratificante superioridad moral, sino también beneficios económicos.

El fallo puede animar a un sector del Partido Demócrata a proponer una ampliación del número de magistrados que forman el tribunal. De cumplirse, cosa difícil, estaríamos ante otro acuerdo bipartidista destrozado por los demócratas, pero ya sabemos que a los progres no les importan los consensos, salvo cuando pueden imponerlos.

Es de esperar que este tribunal, formado gracias a los nombramientos realizados por Donald Trump, emita nuevas sentencias que ‘cancelen’ el activismo judicial. Esperemos que para siempre y, también, que el ejemplo del Tribunal Supremo de EEUU se extienda a otros tribunales americanos y europeos convertidos en legisladores irresponsables.

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