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Amando de Miguel

Intermitencias de felicidad

Al final, la felicidad verdadera es una ráfaga de voluntades hacia el pasado (gratos recuerdos) o hacia el futuro (aspiraciones, esperanzas).

Al final, la felicidad verdadera es una ráfaga de voluntades hacia el pasado (gratos recuerdos) o hacia el futuro (aspiraciones, esperanzas).
La infancia según Sorolla. | Archivo

Sobre la felicidad, los escritores españoles han compuesto algunos libros de interés. Todos ellos participan del escolasticismo tradicional del gremio, es decir, la práctica de reseñar ristras de citas de otras autoridades, a ser posible, alejadas en el tiempo o el espacio. No es lo mío.

Aquí, en la Tierra, la felicidad no es un estado de ánimo tan general y definitivo como puede ser en el Cielo. Funciona, más bien, como la expresión cortés de un deseo para poder seguir conviviendo con los demás y, sobre todo, con los del círculo próximo. Así, se desea un "feliz cumpleaños", unas "felices Pascuas". El término lo manejamos muchas veces en plural: "felicidades". Es un rasgo común de la lengua castellana, como las "vacaciones", los "carnavales", las "fiestas", etc. Al igual que la (buena) suerte, en el caso de la felicidad, resulta misterioso por qué se tiene. En ambos supuestos se entiende mejor como un anhelo simpático dirigido al interlocutor.

Resulta un tanto ingenuo suponer que hay personas, efectivamente, felices en todos los aspectos de sus vidas y para un tiempo dilatado. Se registran momentos o situaciones en que el sujeto pueda presumir de satisfacción vital, dicha, placer; digamos que se siente realizado. Consuela un poco imaginar que, aunque uno no haya alcanzado la felicidad, otras personas sí la han conseguido. Pasa algo parecido con la suerte, en el sentido del que juega a la lotería o a algún juego de azar.

Parece demasiado cándida la visión de la felicidad como la consecución de los objetivos que uno se ha marcado en la vida. La razón de tal ingenuidad es que "la vida como proyecto" es una entelequia filosófica para a la mayor parte de la gente. El objetivo de "ser uno mismo" suena a música celestial. En la realidad, los sucesos biográficos de cada uno se amontonan un poco al azar, sin premeditación alguna. Por tanto, no cabe más que ir cubriendo las etapas del "proyecto vital"; no tienen por qué hacernos más o menos felices. Me refiero a la generalidad de los casos.

Lo contrario de la felicidad es un conjunto variopinto de sentimientos: mala suerte, desgracia, frustración, fracaso, ánimo deprimido. Será difícil encontrar un ser humano libre de ellos. Por lo mismo, todo el mundo aspira a alcanzar algunos momentos de dicha; cuantos más, mejor. Pero lo fundamental es que un polo convive con el opuesto.

En el idioma castellano, lo contrario de un ser feliz no es otro infeliz. La aspiración a la felicidad es un hecho tan universal que solo puede interpretarse como un dispositivo mental para asegurar la supervivencia de la especie, concretada en cada nación.

El gran avance moral en esta materia es declarar que la felicidad personal exige comportarse bien con los demás, por lo menos, con los fieles que permanecen próximos.

Lo malo de la felicidad es que resulta imposible su medición objetiva. Tenemos que conformarnos con la realidad. Se trata de una apreciación subjetiva y, por tanto, interesada y fluctuante. Para compensar esa falla, hemos dado en potenciar su equivalente institucional: el bienestar, de naturaleza material. Lo debe provocar el Estado (Welfare State). Los individuos que necesitan de ayudas para su bienestar no son los "desgraciados", sino los "vulnerables". Estamos muy lejos de aceptar el aforismo tradicional de que "el hombre feliz no tenía camisa". Antes bien, el Estado del bienestar se propone que todos los ciudadanos cubran sus vergüenzas. Claro, que, como señala Nicolás Gómez Dávila, "la sociedad se convierte en híbrido entre prisión y asilo, cuando la felicidad es meta del gobernante".

Me atengo a la autoridad del que fuera responsable del bienestar de los habitantes de la Ciudad de Nueva York, Luis Rojas Marcos. Su conclusión es, así, de progresista y cientificista: "La felicidad de los seres humanos responde a un mecanismo, esencialmente, bioquímico". No estamos lejos, pues, de administrar el soma, que decía Aldous Huxley en Brave New Word (1932). Era la droga para lograr el estado de felicidad. Es lo que piensan los drogadictos cuando se "colocan"; realmente, unos desgraciados. Es una salida aberrante, por mucho que parezca tan corriente.

Al final, la felicidad verdadera es una ráfaga de voluntades hacia el pasado (gratos recuerdos) o hacia el futuro (aspiraciones, esperanzas). Como puede verse, se reduce a algo virtual, imaginado, producto de la inteligencia. Se colige que sea un rasgo exclusivamente humano. Las criaturas animales se contentan con placeres, satisfacciones, alegrías. Son los sucedáneos, aún más efímeros, de la felicidad.

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