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Blas Pascal: Dios y la ruleta

Se cumplen 400 años del pensador, físico, matemático e inventor francés.

Se cumplen 400 años del pensador, físico, matemático e inventor francés.
Pacal | Wikipedia

Cuando uno mismo era un joven inquieto de 1967, una de las obras filosóficas que me invadieron y me colonizaron fue El sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno, al alcance de todos en las librerías y las bibliotecas. El sufrimiento que se adivinaba en el gran vasco por perseverar en el ser y explicarse qué significa estar en el mundo y ser consciente de ello, me atravesó como un puñal. Mi adolescencia, como la de tantos, era un calvario del corazón, sin demasiado seso ni sentido, crucificando tradiciones y transfigurando revoluciones. Pero en aquellas páginas siempre se repetía un nombre, Blas Pascal.

Decía Unamuno que Pascal era "el del sollozo contenido" durante toda su vida, una vida que comenzó en Clermont-Ferrand un 19 de junio de 1623, ha hecho ya cuatrocientos años. Comienza nuestro Gabriel Albiac, especialista en el pensador, físico, matemático e inventor francés, su semblanza del personaje, Pascal, el autor y su obra, titulando el primer capítulo "La pasión del juego" y comienza con El fin del juego, una cita de la "autopsia" del cadáver del filósofo que relató su sobrina Marguerite Périer en su Memoria de la vida de este sufridor católico, una víctima, inocente tal vez, de su propia fe.

Como en el libro de Albiac puede encontrarse lo esencial de la biografía y el pensamiento de Pascal, me permitiré la frivolidad de recordar su aniversario ligando lo sagrado y lo profano, esa alianza que le martirizaba y le seducía. Un ingrediente, el esencial, del cóctel envenenador es Dios tal y como lo entendía un hombre encajado en época de herejías y dogmas que comprendía que la razón no sabe de Dios, no puede alcanzarlo, a pesar de Descartes, "inútil e incierto", que sólo vio la utilidad de Dios en el papirotazo inicial de Universo, véase hoy el Bing Bang. El Dios de Pascal no era sólo motor del mundo, sino asimismo de su mundo personal e interior. Una cosa no tan lógica. Pero, como dijo Ortega, Pascal ya era "inquilino", si bien rebelde, del racionalismo cartesiano.

El otro componente del combinado es el juego. Escribe terriblemente Albiac:

"Fin de juego. Lo hemos perdido todo, definitivamente —y, bien lo sabemos, no de otra cosa se trataba. Fin de juego: la mesa abandonada y silenciosa, mi espejo, el de mi mundo; ríen ne va plus todo disuelto en sangre seca y pútrida; ríen ne va plus; fin, oh si, fin desgarrado del juego. La muerte es una mala jugadora, la peor de todas, la que no sabe ganar; al menos en cristiano la palabra muerte no tiene el rostro hermoso…"

En este tiempo que vivimos donde parece que uno de los dos factores de la ecuación pascaliana ha sido desplazado totalmente por el otro, bueno estará recordar, y más que recordar, sacar a la palestra electrónica triunfal, que, tras el hedonismo vandálico y estúpido que recorre el planeta y, singularmente, la católica España, mucho de lo que somos y de cómo somos se debe a la interpretación que de ese Dios hizo esta nación a través de sus hombres y mujeres ilustres. Pero, claro, eso no es, no puede formar parte de la "memoria" progresista.

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El Dios de Pascal está en sus Pensamientos, publicados antes de convertirse en lo que parece iba a ser una Apología del Cristianismo. Su Dios es real, pero no es absolutamente racional. Por eso, Dios está realmente en el mundo, pero no en la lógica ni en la ciencia, sino en la conciencia, en ese corazón consciente que tiene razones que la razón desconoce. Como el tiempo para Agustín de Hipona, se sabe de él pero no puede explicarse, al menos racionalmente.

Sucede hoy algo parecido cuando se piensa en la amplitud de la realidad que muestran las fotografías del telescopio James Webb o se reflexiona sobre la imprevisibilidad de las partículas elementales o los elementos de los códigos genéticos. Las grandes polémicas intelectuales sobre Dios, desde la de los filósofos británicos Bertrand Russell y Frederick Copleston, bienventuradamente radiada desde la BBC ¡en 1948!, hoy algo impensable en cualquier canal público o privado, a las más recientes del ex ateo converso Antony Flew y su encarnizado adversario Richard Dawkins, nos siguen interrogando como lo hicieron con Pascal hace cuatro siglos.

Pascal vivió mucho antes de la publicación de la Critica de la Razón Pura de Kant, pero la anticipó de algún modo sin renunciar a la entidad real de la cosa en sí de su fe y de su Dios. Reconoció ya que la creencia en la existencia de Dios era algo que la razón no podía demostrar ni amparar, pero la situó en una dimensión que la razón no podía penetrar: el corazón. "Es el corazón el que siente a Dios, no la razón. La fe es esto: Dios sensible al corazón, no a la razón."

Para algunos, no es que Pascal desconfíe del todo de la razón sino que subraya sus límites. Por eso se le incluye mejor en un cierto escepticismo, un "pirronismo cristiano". No hay alguna verdad geométrica o matemática sobre Dios. El universo infinito de lo enorme y el asimismo enorme de lo mínimo, tanto como el infinito del antes y del después, es incognoscible para quien no sabe ni lo que son "mi cuerpo, mis sentidos, mi alma y esta misma parte de mí que piensa lo que digo, que medita por encima de todo y de sí misma, y no se conoce mejor que el resto". Eso es, parece que podemos pensar el Todo, pero conocerlo ya es otra cosa.

En este resumen acelerado de un sector del pensamiento de Pascal, que asimismo era un físico de renombre y así consta en la historia de la disciplina, es cuando debemos introducir el tema del juego, con el azar al fondo, y su compañera de viaje, la probabilidad. Si Dios no es asunto de la razón exacta, ¿de qué puede ser asunto? De la razón probable, esa razón a la que, desde la aparición de la mecánica cuántica, estamos bien acostumbrados, no siempre sabiendo precisa y detalladamente por qué. Puede saberse, no qué son las cosas ni cómo ni cuándo van a ocurrir, pero podemos conocer cuál es su probabilidad de ser y de surgir.

Es lo que Pascal llamó "geometría del azar". Con una historia de cancelación social y civil en su propia familia, apartada más por sus comportamientos que por sus ideas, ¿qué queda? Jugar, dice Albiac. No hay certezas, pero puede haber frecuencias que conducen a la verosimilitud de lo probable. De aquí llegamos a la famosa apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios.

Tienes dos cosas que perder: lo verdadero y lo bueno, y dos cosas que comprometer: tu razón y tu voluntad, tu conocimiento y tu dicha; y tu naturaleza tiene dos cosas que huir: el error y la miseria. Tu razón no sufre mayor ofensa por una elección que por la otra, pues es necesario elegir. Aquí hay un punto establecido. ¿Pero tu felicidad? Sopesemos la ganancia y la pérdida, apostando por la cruz, que Dios existe. Sopesemos estos dos casos: si ganas, lo ganas todo; si pierdes, no pierdes nada. Apuesta, por tanto, sin dudarlo, a que existe.

En la formulación del propio Pascal:

"Examinemos, pues, ese punto y digamos: «Dios existe o no existe». ¿Hacia qué lado nos inclinamos? La razón no puede determinar nada; hay un caos infinito que nos separa [de Dios]. En el extremo de esta distancia infinita se juega un juego: cara o cruz. ¿Qué apostáis vosotros? Con la razón, no podéis resolver un punto o el otro, ninguno de los dos. No acuséis, por tanto, de falsedad a aquellos que han elegido, porque vosotros no sabéis nada".

Dicho de otro modo más para andar por casa, en una hipotética apuesta trascendental, no creer en Dios o actuar como si no existiera, es una pésima jugada. Si Dios no existe, no tendremos ni perjuicio ni beneficio alguno. Sencillamente nada importa y la apuesta carece de relevancia. Pero si Dios existe y hemos apostado en contra de tal posibilidad, las consecuencias serán muy graves y dañinas. Por eso, ante la insondable realidad de lo divino, lo más conveniente para un jugador es no arriesgar cuando en la balanza de las probabilidades una opción no aporta malas consecuencias (ni buenas) mientras que la otra nos aboca a un peligro cierto o a una felicidad sin límites.

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Unamuno

Era la apuesta radical de Unamuno, la de su San Manuel Bueno y Mártir, actuar como si se creyera, tal vez la novela más auténtica de don Miguel. Será santo, cierto, pero no será Manuel, que se ha perdido tras su máscara. Lo mismo le ocurre a Pascal –Gabriel Albiac llega a mencionar el suicidio -, que, tras sufrir física y espiritualmente una enormidad, concluye que, al final, ante una razón insuficiente y un corazón sintiente, lo mejor es el juego, lo más seguro posible, pero juego. Era la dinamita contra el dogmatismo jesuítico de entonces. Resulta curioso que el papa Francisco, de la Compañía, haya pensado alguna vez beatificar al francés.

De todos modos, como recuerdan muchos, entre otros Marguerite Yourcenar, la "caña pensante" que es el hombre para Pascal, es superior a todo lo creado aunque no deja de sacar a escena un juego terrible:

"El hombre no es sino la más débil caña de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se coaligue para destruirlo: basta un vapor, o una gota de agua para matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastara, sería el hombre más noble que aquello que lo mata, puesto que sabe él que muere y conoce la superioridad que el universo tiene sobre él, mientras que el universo nada sabe de todo ello".

La ruleta de Pascal

Es aquí donde encontramos, tras la bruma de Dios, la relación de Pascal con la ruleta, el juego en estado puro, un juego que contribuyó a inventar. Para muchos, tal vez la mayoría, el recuerdo de Pascal no procede de su dolor espiritual ni de las dolencias físicas terribles que padeció durante toda su vida. Tampoco de sus descubrimientos matemáticos, ni de sus teoremas físicos. Sencillamente, lo aclaman como el inventor de la actual ruleta de los casinos a la que la "casa" añadió el número 0 para asegurar aún más sus ganancias de enero a enero.

Hay otros candidatos a ser considerado el genio de la invención, pero hay una potente tradición con pruebas documentales precisas que atribuye del juego de los 36 números y sus agrupaciones, así como de sus disposiciones en la rueda giratoria y en el tapete, a Blas Pascal, cuando apenas había cumplido los 12 años, hacia 1645. No es lo único que salió de su cabeza y su inteligencia, a pesar de su martirio corporal constante.

En libro ya mencionado de Gabriel Albiac, hay una reproducción de la famosa máquina de calcular de Pascual, la "pascaline", inventada a los 9 años, que, andando el tiempo, dio paso a las máquinas modernas de calcular. Hasta la introducción de los ordenadores, tuvieron su puesto fijo en las administraciones de todo tipo, de empresas o públicas.

Gabriel Zaid recuerda el negocio que "inventó Blas Pascal (1623-1662), matemático, físico, pensador religioso e inventor de una máquina de sumar, con la cual quiso hacer dinero, aunque no logró vender más que una (a Cristina de Suecia)." Y añade que "en 1662 inventó el transporte público urbano: diligencias que recorrían rutas fijas dentro de la ciudad de París, abordadas por pasajeros que pagaban cinco sols. Como era un carruaje colectivo, fue llamado ómnibus (en latín: para todos)." Los taxis que deambulaban por París en búsqueda de la suerte de un cliente fueron llamados "ruleteros".

La ruleta de Pascal no buscaba ser un juego para ganar o perder dinero. En realidad investigaba el movimiento continuo y su ruleta con 36 números, menos el cero, buscaba el equilibrio de las probabilidades, no la ganancia de unos u otros. No le valió de mucho la rectitud de su intención porque hasta Ludwig von Mises, gran santón del liberalismo, consideró que Pascal, "e! inefable místico, se convirtió, sin pretenderlo, en el santo patrón de los garitos."

Eso lo sabían bien los fabulosos Pelayos, Gonzalo García Pelayo y su familia andaluza y española de jaeces intelectuales muy distintos, que, puestos a fastidiar la reforma que los casinos hicieron en el siglo XIX de la ecuánime ruleta de Pascal, decidieron compincharse para hallar, no el fallo de la ruleta sino el fallo de la construcción de la ruleta concreta que podía darles razón, probable, de los números que tenían tendencia a salir más que otros. Y, oigan, ganaron dinero, tanto, que muchos casinos prohibieron su presencia en sus salones.

Menos mal que Agapito Maestre nos recordó que otro francés, renombrado liberal, Tocqueville, leía cotidianamente a nuestro genio francés. Algo habrá. Es más, según nos dijo en El poder en vilo,

"el verdadero proyecto revolucionario, el democrático, es una tarea continua de los hombres y para los hombres, y no una apuesta, porque ésta, como muy bien sabía Pascal, era para el otro mundo, ¡por si acaso existía!"

La lectura de Pascal, parcelaria e inacabada siempre por el destino del autor, deja un poso de sufrimiento espiritual, tal vez martirio de la razón como intuía Nietzsche, pero precipita en nosotros un deseo de verdad, de certeza, aunque sea en el corazón y no en la inteligencia. Muchos seguimos bebiendo de su fuente. A pesar de todo, seguimos creyendo en la libertad de la apuesta y del juego, y en la libertad de la "caña pensante" ante el universo, grandísimo o ínfimo, tras el que está, o no, un Dios. Y, cómo no, la mayoría de nosotros sigue creyendo en las "corazonadas", esas pascalianas esperanzas en la bondad de la suerte.

Terminaré este flash incitador con el viejo Unamuno, que se atrevió a todo para ser del todo y serlo casi todo. Los huesos de Pascal aún nos queman, dramatizó el vasco. Mientras vivimos, y tal vez jugamos, hay que dudar, pero pascalianamente. Sí.

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