
Ha muerto Dalmacio Negro, probablemente una de las ultimas voces lúcidas en una Europa que, una vez más, emprende la senda del totalitarismo y de la increencia. Estoy pensando ahora, como tantos de nosotros, que se nos ha muerto el maestro, el amigo y aquel en el que veíamos el reflejo de otros tiempos, de sabiduría y de humildad. Pensar como Dalmacio era pensar a lo grande, en un horizonte que él creía de defensa de la libertad y en una civilización, la occidental, que ha perdido las ganas de serlo y que ni siquiera pretende dar el relevo a otra.
En tiempos de incertidumbre y de oscuridad ha conservado el entusiasmo por seguir leyendo, por seguir construyendo y, sin pretenderlo, por seguir orientándonos a cuantos nos hemos cobijado, acercado, y engrosado la larga lista de nombres que si bien no somos ni seremos una escuela -¡qué poco le habría gustado esa idea, que suena a círculo cerrado!- pero sí somos, finalmente, un grupo amplio de discípulos, alumnos, estudiosos, con los que se pueden compartir las claves del pensamiento de nuestro, ya para siempre, maestro. Alguno ha ido escribiendo en estos días sobre esa idea de no ser escuela, quizá Jerónimo Molina o Domingo González, amigos en ese descubrir el universo dalmaciano. No somos escuela porque hay una perfecta heterodoxia y distintas raíces en los que alguna vez o de forma continuada hemos aprendido de Dalmacio Negro, pero también un vínculo común, aquello que al maestro le parecía esencial, la tradición europea de la libertad.
Y ello cuando, como él señalaba hace más de veinte años, Europa está inmersa
"en un proceso de deshistorificación, de deseuropeización, de descivilización, de declive material y de decadencia moral. En ella, lo político ha desplazado a lo religioso, llegando a ocupar su lugar y a sustituirlo en buena medida espiritualmente"
(Iglesia, Estado, secularización. Génesis de la Europa contemporánea, en Chiesa e Stato nell’Europa d’oggi, a cura di Danilo Castellano, vol. 19, Edizione Scientifiche Italiane, Napoli, 2006)".
En esa decadencia moral han ayudado sobremanera los dos poderes, el espiritual y el temporal. Sobre la responsabilidad de la Iglesia, Dalmacio se pronunció con palabras que necesariamente habían de ser fuertes:
"en la aparente o real descristianización de Europa y en la aceleración del proceso descivilizador, está por hacer la historia de la responsabilidad activa y pasiva del clero y muchas autoridades eclesiásticas en las que tantas veces se echa de menos la virtud de la fortaleza, sin contar la acción negativa de partidos pretendidamente cristianos"
(Lo que Europa debe al cristianismo, Unión Editorial, Madrid, 2004).
El Estado es la religión secular
El desnortamiento eclesiástico hasta el punto de convertir a la Iglesia, en una pseudoidelogía, combatiente como todas ellas, buscando un lugar propicio que no sea molesto para el poder temporal, le produjo una especial preocupación y una desesperanza.
Del poder temporal, al que ha dedicado muchas de sus últimas contribuciones, La ley de hierro de la oligarquía y El mito del hombre nuevo, nos vino a decir que constituía la muerte de lo político, porque el Estado técnico, dominado por la ideología o creador de la llamada -en una de sus acertadas construcciones lingüísticas- la "biopolítica" es, justamente, lo impolítico o lo antipolítico: el Estado no es que haya sustituido a la religión o que pretenda mantener una cierta neutralidad ante la religión, es que él mismo es una religión, la religión secular. Y esta nueva religión secular carece del contrapunto que en su día fue la Iglesia, siendo que incluso se ha apropiado de la misma, la ha dejado recluida en una marginalidad que la misma Iglesia ha admitido conscientemente o, incluso, también conscientemente la ha conducido por el camino de la biopolítica, alejándola de su núcleo esencial, la salvación del hombre.
Las taras del estatismo nos dan como resultado, la monopolización de la política y, sin que sea una contradicción, el vaciamiento de ésta, que el Estado no puede llenar. Y de ahí, otros males, de los que nos advirtió: la centralización y la politización de la sociedad, en detrimento y sustitución de la religión; el contractualismo como determinación de un igualitarismo radical y democrático; la difusión de un pacifismo en todas sus dimensiones, que implica el evitar confrontaciones o el asumir una posición de firmeza en defensa de las creencias.
Y junto a todo ello, el economicismo y el hedonismo político de un Estado del Bienestar que ha fracasado estrepitosamente, pero que ha demostrado a la vez la crisis de una forma de vida utilizada por el Estado para asegurar la subordinación de las masas. El problema político por antonomasia a partir de los años cincuenta del siglo pasado ha sido el de organizar un buen Estado, el de sostener la legitimidad del Estado a través de la difusión del estatismo y de la religión secular, convertida últimamente en "biopolítica".
Por todo ello, no se podía sino concluir en una nueva idea-creencia, que deforma el êthos europeo, una idea que necesita, para mantenerse, una nueva suerte de monoteísmo, donde el individuo no pueda creer en otro Dios que el que en sí mismo representa esta sociedad nihilista y esta forma de ejercer el poder. La sociedad laica o atea exige ser en sí misma un Dios único, que relega a la privacidad cualquier otra creencia. Ya ha llegado por lo demás ese tiempo en el que si siquiera en la intimidad del hogar, cuyo umbral no debía traspasar el Derecho Romano, como dijera Weber, puede el hombre mantener la libertad de la conciencia.
Y Dalmacio ha sido un hombre de conciencia, donde ha primado ésta por encima de las veleidades, de las corruptelas y de los entresijos del poder, que a otros, falsarios de lo académico, ha interesado.
Una amistad de más de treinta años no acaba ni se cierra abruptamente, cuando una de las partes, el que era infinitamente superior, se va. A él que no le gustaban nada los halagos, ni las palabras huecas, que huía de la afectación y de la soberbia que a tantos les corroe el alma, vaya este sentido homenaje porque nos ha dejado más solos pero también más libres, como nos enseñó a serlo.