Colabora
Luis Herrero Goldáraz

Puzzles sin resolver

La forma más eficaz de olvidar toda una vida está en vivirla a través de una cámara.

Pixabay/CC/StockSnap

Tengo la sana costumbre de no entrar en la galería de imágenes del móvil así me encuentre en un oscuro calabozo vietnamita con necesidad de verificar mi identidad. Esto ha permitido que acumule tantas fotografías del anverso y del reverso de mi DNI como situaciones cotidianas en las que he tenido que mandarlo por whatsapp. Y que, junto a ellas, se haya erigido sin yo saberlo la mitología ingente de mi propia vida. Alimentada, supongo, por selfies de mis dientes después de comidas de oficina, flashes cortos de esquinas barrocas de mi cuarto —los que disparo como bengalas en la selva cuando necesito encontrar desesperadamente al mosquito que me taladra la oreja a las tres de la mañana—, desfiles de calzoncillos entre mis tobillos sobre baldosas de retretes variopintos, parajes legendarios con pistas de tenis en las que bien podrían fundarse imperios, subrayados random de libros que jamás he leído y memes de The Office, de cuando todavía no faltaba Michael Scott.

Yo custodio esa cajita de recuerdos con la misma gravedad mística con la que los religiosos custodian el misterio: no mirándola. Y si una imagen vaga creo tener de lo que allí se guarda es porque mi política de fotografías es más bien rígida y se reduce a no hacer fotos ni capturas que no sean de estricta necesidad. Es una vocación solitaria que alimento a conciencia cada vez que me topo con turistas, móvil en mano, frente al ayuntamiento y les reprendo severamente acortando las distancias, como un Jorge Javier cualquiera:

—Policía de imágenes. Galería, por favor.

—What?

—No sé dónde está Guat, pero si es capaz de encontrar en dos minutos las que sacó en aquel viaje, se las queda.

Pienso entonces en Bartlebooth, el personaje aquel de Perec que dedicó diez años de su vida en aprender la técnica de la acuarela, veinte en viajar por todo el mundo convirtiendo los paisajes que pintaba en complejos puzzles que después, durante otros veinte años se debería encargar de resolver, y todo para poder borrarlos una vez finalizados. Y me regodeo con superioridad de tertuliano mientras le explico al guiri que mucho más fácil que todo eso es dedicarse a hacerle fotos a cada cosa con la que uno se cruza.

—¡Acaso no se da cuenta! —le digo, moviendo mucho las manos—. Igual que la mejor manera de esconder los secretos más oscuros de uno mismo consiste en publicarlos en un libro, ¡la forma más eficaz de olvidar toda una vida está en vivirla a través de una cámara!

—Madam, please, take your hand off my arm.

Al final regreso a casa con los brazos en la espalda y con espirales negras revoloteando alrededor de mi cabeza, igual que en los dibujos de Tintín. Tomo un vaso de leche mientras me ajusto las pantuflas y, con la bata todavía abierta, me reprendo en alto por mi dulce intransigencia. Nunca le digo al guiri que en el fondo envidio sus esfuerzos. Ni que, por más que diga, sigo sin estar seguro de que recopilar recuerdos sea una cosa tan inútil. Al fin y al cabo ahí quedaron los puzzles de Bartlebooth, que murió sin resolver.

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario