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Luis Herrero Goldáraz

Belleza y miedo

He visto a miles de personas entrelazar un sentimiento tan antiguo como humano. Temer lo mismo a la vez, todos y siempre. Hacerlo bello. Y sostenerse.

He visto a miles de personas entrelazar un sentimiento tan antiguo como humano. Temer lo mismo a la vez, todos y siempre. Hacerlo bello. Y sostenerse.
Nuestro Padre Jesús Nazareno | EFE

Yo también fui niño y tampoco comprendí, no quise hacerlo, el deambular macabro de los nazarenos. Toda la Semana Santa y su liturgia humana se quedó impregnada de ese miedo. Y hoy, que soy un poco menos niño pero no por ello más valiente, todavía siento aquel ligero escalofrío al encuadrar sus pasos junto a mis latidos. Nunca he sido muy devoto. Ni siquiera soy creyente. Y sin embargo puedo percibir el vértigo y el sufrimiento en estos días turbios y contradictorios. Supongo que reflejan bien lo que representan, que es un camino de redención a través del sufrimiento, un nacimiento hacia la luz partiendo de la oscuridad que se intuye de la muerte.

De niño nunca comprendí, no quise hacerlo, por qué algo tan fundamental para un cristiano como la redención de los pecados debía resultar tan terrorífico. Hoy creo entender que el miedo es un reflejo compartido, una plegaria sostenida igual que un paso alzado al cielo en las espaldas de tantos pecadores compungidos.

Poco antes de su sacrificio, cuentan las escrituras que Jesús comenzó a angustiarse. Se puso a orar y a sugerir. Siento en mi alma una tristeza de muerte, dicen que dijo. Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Poco antes de entregarse a sus verdugos por amor a ellos, cuentan las escrituras que Jesús sintió algo parecido al miedo. Y que antes de expirar, también, pronunció el desgarro más humano, que es sentirse abandonado.

Yo no creo que haga falta ser creyente para vivir con cierto grado de profundidad este día. Pero es que entiendo el Sábado Santo como el culmen del temor y la agonía. Hoy pienso en todos los discípulos de Cristo y en sus miserias cuando se alzó la cruz. Y pienso en el sepulcro allí sellado. Si Dios dudó y temió, si pudo discernir la muerte en la tristeza, qué no debieron temer todos aquellos que tuvieron que esperar tres días para reencontrar una respuesta que les había prometido saciar su incertidumbre para siempre.

Todavía podemos divagar un poco más. Si Unamuno tenía razón y el cristianismo se hizo fuerte, entre otras cosas, porque Cristo venció a la muerte, no hay día más desazonador como aquel en que el silencio se hizo eterno y la nada perfiló sus dudas durante horas de estupor y de abandono. No hay minutos más opacos como los que precedieron a la resurrección del que se dejó matar para enseñarnos. Por otro lado, si Nietzsche tenía razón y Dios ha muerto, toda nuestra vida es Sábado Santo.

Hoy pienso en todo esto mientras escucho cientos de lamentos. Contemplo a un extranjero sugerir que se cancele una tradición española de hace siglos por recordar inevitablemente al Ku Klux Klan; leo respuestas encendidas; converso con personas que sostienen que la espiritualidad ya se ha perdido, que sólo queda una ligera pátina de cultura y de folclore. Pero no lo capto. Yo veo lo contrario, en todo caso. Percibo la belleza de los ritos y vislumbro ese camino que envuelve de verdad lo que es solemne. He visto una vez más a miles de personas alzar lamentos y entrelazar un sentimiento tan antiguo como humano. Así que pienso, sin querer, que si la salvación es el amor, la salvación empieza cuando se vence a ese temor que nos impide compartir el miedo. Temer lo mismo y a la vez, todos y siempre. Hacerlo bello. Y sostenernos.

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