Tras la resolución del Tribunal Supremo cambiando la interpretación que habían hecho los tribunales navarros de los hechos reconocidos en la sentencia –por lo que la influencia (el prevalimiento que llevaba al cargo de abuso sexual y una condena de nueve años) en la mujer violada pasó a ser calificada como intimidación (agresión sexual, quince años)– se han alineado los criterios judiciales y populares, lo que ha dado lugar a una satisfacción social a través del consenso político, jurídico y mediático.
En dicho proceso del sistema judicial, con gran seguimiento popular y mediático, han quedado flecos kafkianos sobre los que vale la pena pararse a reflexionar, como la presión en la calle sobre los jueces, la cuestión de la presunción de inocencia, la tarea de los abogados de la defensa o la diferencia entre la verdad a secas y la verdad jurídica. Para dicha reflexión podemos usar densos tratados filosóficos pero también películas que muestren, como experimentos mentales en un laboratorio virtual, estudios de casos sobre las cuestiones planteadas.
- La culpabilización de la víctima. La película con la que hay que empezar es indiscutiblemente Acusados (Kaplan, 1988) donde se presenta un caso de violación por una manada en la que la víctima, interpretada soberbiamente por Jodie Foster, tiene que plantear una batalla de coraje moral para que se reconozca el crimen que sufrió, tras tener que convencer incluso a la fiscal que llevaba su caso (Kelly McGillis) y con unas instituciones médicas, judiciales y sociales que la convertían poco menos que en una inductora de su propia violación simplemente por el hecho de mostrar una sexualidad femenina liberada, todo ello aderezado además con prejuicios de clase. En La hija del general (West, 1999), John Travolta también tiene que enfrentarse a un espantoso suceso machista y misógino. Tienen ambas películas la virtud de mostrar en las figuras de los fiscales encarnados por Kelly McGillis y John Travolta que el sexo de las personas no es ni mucho menos decisivo a la hora de tener prejuicios de género.
- La demonización del abogado defensor. En el Vaticano existe la figura del "abogado del Diablo" (técnicamente, promotor de la Justicia), que es el fiscal encargado de refutar los casos de presunta santidad. Se encarga de exigir pruebas, objetar argumentos y descubrir errores. Es decir, resulta antipático porque el clima general es a favor de presunto santo, del propuesto a beato. Sin embargo, en un sistema liberal de Justicia, donde importa más la verdad que la felicidad o el consenso social, incluso el más abyecto de los presuntos criminales tiene derecho a que el juicio sea lo más garantista posible.
Hay varias películas que muestran la grandeza del abogado defensor. Por ejemplo, Testigo de cargo (Wilder, 1957) donde Charles Laughton interpreta con su talento histriónico habitual a un abogado al que no importa defender a un simpático pero sospechosísimo candidato a asesino de viudas ricas (Tyrone Power) porque cree ante todo en la Justicia antes que en el Linchamiento Políticamente Correcto. También James Mason en Veredicto final (Lumet, 1982), donde tiene la misión profesional de defender a un médico presuntemente negligente contra un ángel alcohólico de la abogacía interpretado por Paul Newman. Hay una secuencia ejemplar en la película de Lumet cuando, tras machacar a la testigo de la parte contraria como es su deber profesional, retira el brazo del gesto cómplice de su miserable cliente, como es su deber moral. En Anatomía de un asesinato (Preminger, 1959), James Stewart defiende a un maquiavélico presunto asesino (Ben Gazzara) del también presunto violador (o quizás amante) de su esposa (Lee Remick) se enuncia el lema de cualquier abogado que vaya a defender a un tétrico sospechoso: "No tienes que enamorarte de él, tienes que defenderlo". O la máxima que describe la dinámica de un juicio: "pasemos ahora al campo de batalla", porque lo que importa a cada una de las partes litigantes es vencer, siendo el juez y el sistema legal en general los encargados de que de esa oposición de contrarios en búsqueda de la victoria pueda emerger la verdad.
- Presunción de inocencia. No deja de sorprenderme la frivolidad con la que mucha gente juzga y condena a los acusados sin estar presentes en el juicio, leerse los sumarios y/o las sentencias finales. El cine nos ha mostrado lo fácil que resulta que los que parecen ser evidentemente culpables, y con varias pruebas aparentemente irrefutables, finalmente resulten ser inocentes. Cadena perpetua (Darabont, 1994) es el ejemplo más famoso, con Furia (Lang, 1936) y La jauría humana (Penn, 1966) como soberbias denuncias sobre cómo la multitud puede convertirse en una chusma justiciera que se pasa la firmeza de la ley y la suspensión del juicio moral por el forro de las manifestaciones de linchamiento. Pero con Falso culpable (1956), Alfred Hitchcock y Henry Fonda realizaron el manifiesto definitivo contra los bocazas que primero disparan y luego preguntan.
- La verdad judicial. Otro interesante concepto que la opinión pública, y también la publicada, no termina de asimilar es que la verdad judicial y la verdad en sentido estricto tienen una relación complicada. En este sentido, la mencionada Veredicto final es un mal ejemplo porque en rigor lo que finalmente dictamina el jurado es un imposible legal, ya que las pruebas determinadas sobre las que se apoyan no han sido admitidas como válidas. Y es que en el sistema jurídico la verdad es aquella que se sostiene sobre las pruebas legítimas presentadas, ni un paso más allá. Pudiendo darse que haya evidencias e indicios relevantes que, sin embargo, no se admitan por una cuestión formal. Una película, no tan buena artísticamente como las mencionadas, que muestra esta dialéctica entre verdad fáctica y verdad judicial es La dos caras de la verdad (Hoblit, 1996) donde con tramposa astucia los implicados consiguen que en el juicio únicamente se presenten aquellos datos que promueven su versión.
- La indeterminación empírica de las teorías. En ciencia podemos creer en varias teorías alternativas a la vez porque los datos pueden respaldar diversas versiones de la realidad. Sin embargo, el sistema judicial es binario, no culpable o culpable, en este último caso con una gradación de culpabilidad y de pena. El juicio a la Manada es un buen exponente de esta indeterminación empírica, con varias sentencias aplicando diversas interpretaciones sobre los hechos demostrados y con un voto particular que presenta un relato de los hechos muy diferente. Rashomon (Kurosawa, 1950) y Blow Up (Antonioni, 1975) son los paradigmas cinematográficos sobre lo relativo que pueden ser los hechos sociales dado que intervienen los sesgos, intereses, intenciones y perspectivas de los actores involucrados, pero hay una serie de televisión con la que pueden poner en práctica dicha relatividad dado que un capítulo está hecho a posta para que unos hechos inobjetados den lugar a interpretaciones contradictorias, tanto de acusación por violación como de absolución total: el capítulo 11 de la segunda temporada de The Good Fight trata el caso de un hombre acusado en una web de conducta sexual impropia con una mujer. Todo el mundo está básicamente de acuerdo sobre lo que pasó pero, sin embargo, todos difieren sobre cómo juzgar lo que sucedió.
- El peligro de la justicia colectivizada. El juicio contra la Manada ha evidenciado también el peligro de juzgar a colectivos y no a personas concretas. La serie The People v. O. J. Simpson: American Crime Story (2016) muestra cómo el juicio contra la estrella de fútbol americano por el asesinato de su mujer y otro hombre fue convertido por el equipo de defensores de Simpson en un juicio sobre racismo, donde lo de menos era la culpabilidad o no de Simpson sino si la sociedad, la policía, el juez o cualquiera que pasara por allí tenía prejuicios contra los negros. En aquella época, principios de los años 90, Simpson fue absuelto más bien por ser negro. En nuestra propia era, dominada por el feminismo de género y el movimiento "Metoo", seguramente hubiese sido condenado por haber asesinado a una mujer. En cualquier caso, el giro hacia la posmodernidad identitaria excluye la cuestión fundamental y únicamente relevante en última instancia: ¿asesinó O. J. Simpson, sea cual sea su color, a Nicole Brown, sea cual sea su sexo?
Todas estas películas y temáticas se resumen en una, la magistral El sargento negro (1960) de John Ford, donde se investiga, en un juicio militar y a través de flashbacks, quién violó y mató a una joven blanca. El candidato más obvio es el sargento Rutledge, el soldado más afamado de un pelotón compuesto por hombres negros. Los Estados Unidos hervían por la confrontación acerca de los derechos de los negros y Ford se ponía indiscutiblemente de parte de la sociedad tolerante y abierta. Todas las pruebas apuntaban a Routledge pero Ford también nos da una lección, entre los habituales paisajes marcianos de su westerns y sus no menos míticos interludios de humor irlandés, de cómo tener sujetos nuestros prejuicios, desconfiar de los testimonios y los indicios, amén de tener fe en un sistema que considera más justo dejar a diez culpables en la calle que a un inocente entre rejas.