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Juan P. Ledesma

Oppenheimer

La película es extraordinaria y, en esas tres horas (180 min), he entendido más física cuántica que leyendo un sesudo libro divulgativo.

La película es extraordinaria y, en esas tres horas (180 min), he entendido más física cuántica que leyendo un sesudo libro divulgativo.
Oppenheimer. | Universal

En una calurosa noche de agosto me metí al cine y, casi buscando el frescor de la sala más que otra cosa, me vi Oppenheimer. La película es extraordinaria y, en esas tres horas (180 min), he entendido más física cuántica que leyendo un sesudo libro divulgativo. Naturalmente que yo soy de letras y mis conocimientos científicos son más que rudimentarios, sin embargo, el tema de la película traspasa el cientifismo y hace sus incursiones en la política mediante las relaciones entre el poder y la ciencia, sin olvidar el aspecto humano de la cuestión. Es algo difícil seguirla en cuanto que el lenguaje es en ocasiones críptico y está lleno de sobreentendidos o de dobles sentidos que requieren conocer el trasfondo de la reciente Historia norteamericana. Además, casi todos los protagonistas se la pasan compitiendo verbalmente unos con otros a ver quién es más listo o quién intriga mejor. Naturalmente, el que más destaca como integrador de las sinergias científicas parece ser el propio Robert Oppenheimer.

Típicamente masculino, diría alguna feminista, y protestaría quizás del papel relegado a la sombra de las mujeres en un mundo fundamentalmente de hombres, el de los años treinta y cuarenta en los Estados Unidos de América. No obstante, manifiesto mi aprecio por las obras que, cuando se vuelven hacia pasado, dicen las cosas como fueron y no como a algunos/as les gustaría que hubiera sido. Esto último es lo que hacen actualmente las malas series y películas propagandísticas. Y tampoco las mujeres parecían tan descontentas en su rol de apoyo al hombre amado, sino que utilizaban el tremendo poder emocional acumulado para influir en las estrategias de sus maridos o amantes. Ellas también estaban compitiendo, pero a través de ellos.

La película da mucho que pensar, y no solo en el tema de la competencia o de la cooperación masculina, sino también en las políticas de Roosevelt antes y durante la gran guerra (New Deal). No olvidemos que fue el presidente Truman el que dejó caer las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Como español, me ha interesado la alusión a nuestra guerra civil y a las brigadas internacionales, aunque se haga eco de los tópicos en su tiempo. Tampoco hay que olvidar que durante los años treinta y cuarenta numerosos intelectuales, artistas y científicos simpatizaban con el partido comunista en Estados Unidos, un país netamente capitalista que se vio obligado a cooperar estrechamente con la Unión Soviética de Stalin con el fin de vencer a la Alemania nacionalsocialista y al Japón imperial. El fin justifica los medios, se nos da a entender en más de una ocasión, y se alude como suprema justificación la necesidad de fabricar la bomba atómica antes que los nazis. Me gustó también el breve papel asignado a Albert Einstein, que, aunque firmara la famosa carta a Roosevelt en 1939, no participó en el Proyecto Manhattan, pero que había puesto los cimientos —con la Teoría de la Relatividad— para la reacción en cadena del núcleo atómico. Sin embargo, no se menciona para nada a Max Planck, protector de Einstein en Berlín y creador de la mecánica cuántica, quizás porque este alemán sin orígenes judíos se vio obligado a permanecer en su país e incluso perdió a su hijo Erwin ejecutado por los nazis. En efecto, si algo hay que criticar a la película es la insistencia en poner de relieve el papel de los judíos a uno y otro lado del charco, en una actitud quizás comparable, aunque con humor, a la de los alemanes que creían en la superioridad de la raza aria. Es posible que la película peque de típico triunfalismo norteamericano o que tenga una cierta tendencia sionista, pero lo que la salva es su sinceridad en cuestiones morales.

Lo que habría que cuestionarse no está en el plano científico o en el político, sino en el filosófico. La pensadora política Hannah Arendt —a la que, por cierto, tampoco se menciona en la película—, que se relacionó con la comunidad internacional judía y no judía en Nueva York, enfrenta la pasión científico-tecnológica de aquel tiempo con fina mirada crítica en el prólogo de La condición humana y viene a concluir que el propósito de su libro es (re)pensar lo que estamos haciendo y con qué fin. Es una cuestión política de primer orden, dice Arendt, y por lo tanto no se puede dejar en manos ni de científicos profesionales ni de políticos profesionales. No me resisto aquí a integrar mi traducción de un párrafo en La banalidad del mal:

Está en la verdadera naturaleza de las cosas humanas que todo acto que ha hecho su aparición y se ha registrado en la historia de la humanidad, se queda con esa misma humanidad como una potencialidad mucho tiempo después de que se haya convertido en pasado. Ningún castigo ha tenido la suficiente fuerza como para disuadir o para prevenir la comisión de crímenes. Por el contrario, sea cual sea el castigo, una vez que un crimen específico aparece por primera vez, su reaparición es más probable que antes de su primera emergencia. Las razones particulares que nos hablan de la posibilidad de repetición de los crímenes cometidos por los nazis son, por cierto, más plausibles. Para hacernos temblar, bastaría la aterradora coincidencia de la moderna explosión de la población con el descubrimiento de artefactos técnicos que, a través de la automatización, pueden convertir en 'superfluos' grandes sectores de la población —incluso en términos de trabajo— y que, mediante la energía nuclear, sea posible "ocuparse" de esta doble amenaza con el uso de instrumentos al lado de los cuales las instalaciones de gas de Hitler nos parecieran torpes juguetes de un niño diabólico.

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