
Avalada por un gran éxito de taquilla en Argentina y la producción de Juan José Campanella (El hijo de la novia, El secreto de sus ojos) La Extorsión propone sumergirse en las cloacas del Estado argentino a través de la mirada no tan inocente de un hombre común, un piloto perseguido y extorsionado por una misteriosa sociedad que el director Martino Zaidelis retrata, al menos durante la primera mitad, como si de un absurdo laberinto burocrático a lo Perdidos se tratase.
La película, perjudicada quizá por una puesta en escena algo televisiva, por convencional, tiene sin embargo un sólido guion si asumimos su naturaleza, voluntariamente asumida, de thriller de suspense. Y se alimenta, sobre todo, de un sobresaliente equipo actoral liderado por Guillermo Francella, que afronta el papel de héroe trabajador con la solvencia y naturalidad que se le atribuye a los intérpretes argentinos. El ritmo del filme no decae, su duración es ajustada y Francella afronta la perplejidad de su protagonista con toda la vulnerabilidad posible. Existe una cierta franqueza a la hora de afrontar sus fisuras, sus secretos y mentiras cotidianas, que refrescan y dan cierta profundidad a las motivaciones: el héroe, como tantas veces, de alguna manera puede provocar su propia tragedia.
Sobornado y amenazado para llevar valijas a Madrid, el personaje de Francella afronta lo que en los primeros minutos parece una suerte de indescifrable y kafkiano laberinto. Son los mejores instantes de una película que peca de típica pero que sabe conducir con claridad al espectador por la trama. Una vez que los responsables de La Extorsión deciden que es hora de desvelar sus cartas y la conspiración se concreta, aún queda el andamiaje de un suspense hitchcockiano muy clásico donde, en todo caso, se aprecian apuntes sociales interesantes, la mayoría relacionados con la resignación, casi naturalidad, con los que la clase argentina recibe los escándalos públicos.
Honesta y clara en su narrativa, La Extorsión también compone un par de buenos secundarios que apuntalan su interés: hay un buen villano en la figura de Pablo Rago, cuyo aspecto vulgar solo acentúa la amenaza, y lo mismo vale para Carlos Portaluppi, dos rostros de asalariados de un Estado en cuyas tripas parece estar librándose toda una guerra civil fratricida.

