
En efecto, los intentos de hacer un evidente elogio del expresidente norteamericano hacen que la película Reagan, el biopic dedicado a su figura protagonizado por Dennis Quaid, a menudo parezca un vídeo promocional del partido Republicano. Y, en efecto, las intenciones de sus responsables de hacer una película bonita y patriótica les llevan a caer en la ingenuidad. Pero también, en efecto, Reagan ha sufrido el desprecio y el vituperio de todos aquellos que no comulgan con el político conservador o las intenciones de una película tachada de polémica y radical. Porque... ¿cuántos biopics dedicadas al otro espectro del Congreso y otros credos ideológicos han pasado el corte sin mayores problemas? (y, si me apuran, ¿cuántos de ellos han resultado genuinamente interesantes una vez ha pasado el entusiasmo crítico inicial?).
Reagan es lo que es, y no se avergüenza ni por un momento de ello. Durante su primera media hora, el guion da tumbos por la vida de Ronald Reagan en un empeño imposible de abarcarlo todo, de resultar exuberante como retrato de época y conmovedor en los pormenores sentimentales de su matrimonio con Jane Wyman, la pérdida de su bebé y hasta la muerte de su madre. Afortunadamente, cuando la película retoma su gran obsesión (y la de su biografiado), que no es otra cosa que la lucha contra el Comunismo, Reagan ofrece recompensas a esa audiencia tradicional, patriota y norteamericana hasta la médula a la que apela sin sonrojo.
Y sí, efectivamente, la película no es exactamente un tesoro que haga honor a la importancia del personaje. Con una idea de partida brillante, narrar la vida de Ronald Reagan a través del retrato que de él hace el que podría ser uno de sus mayores enemigos, el agente de la KGB Petrovich (Jon Voight), Reagan desaprovecha la posibilidad de analizar la figura del presidente a través de sus proyecciones cinematográficas, de la construcción de su discurso político en base a ideales personales, de la búsqueda de las fracturas en esa misma personalidad. Son todas ellas posibilidades desaprovechadas en las que la un tanto mediocre dirección de Sean McNamara apenas repara.
Donde el realizador insiste, y bien que hace, es su indisimulada elegía a Ronald Reagan, la incomprendida faceta humanitaria de su presidencia -una extensión de su persona- y su apuesta sincera por un mundo donde existe el Bien, existe el Mal, y el segundo debe ser castigado y erradicado. De la película Reagan uno puede criticar su blandura, su carácter de hagiografía, pero no sus malas intenciones, su inexistente búsqueda de polémicas. Su apuesta por un mundo más simple, donde la palabra y los hechos todavía importan, merece ser no aplaudida, pero sí respetada y desde luego, en absoluto censurada (algunas redes sociales han suprimido referencias a la película por presuntamente querer influir en las elecciones de noviembre).