
"¿Por qué no me ha pasado nada?", se pregunta Andrés Roca Rey en un momento de Tardes de soledad, documental de Albert Serra que se estrena en cines tras ganar la Concha de Oro en San Sebastián. Y uno se hace a sí mismo una cuestión similar sobre la propia película, un artefacto fílmico que sumerge al espectador en la mística del toreo con una crudeza fascinante y despojada de todo aderezo ideológico.
El film retrata la actividad de Roca Rey antes, durante e inmediatamente después de torear en varias plazas, permitiendo que el espectador se adentre, sin la ayuda de voz en off o cualquier otro recurso convencional típico del género, en el desafío de una profesión que es más un modo de vida. El resultado, en manos de Serra, es una película de una crudeza fascinante, donde horror y belleza se dan la mano en imágenes que se alejan en todo de la mera retransmisión y que no deja asidero alguno al espectador.
Tardes de soledad no requiere afición o querencia alguna por la tauromaquia, pero es un film exigente que requiere una atención que, al menos, rinda honor a la concentración del propio Roca Rey. El hombre, despojado de ego, y la eterna búsqueda de algo que se nos escapa. Extrañeza y agotamiento van envolviendo al espectador a medida que se nos descubre cómo la vida y la muerte se entrelazan en el ruedo, sabiendo que cada momento puede ser el último. La fascinante crudeza de la tragedia de la bestia, y la extraña belleza que envuelve el fenómeno en su conjunto, se nos aparecen desnudos y sin reflexión ideológica alguna.
El resultado es, por tanto, una experiencia absolutamente insólita en el panorama cinematográfico español: una película que no juzga y que a la vez ofrece elementos suficientes para que el más fanático detractor y admirador sigan pensando lo que cada uno sea que piensen. Pero, lejos de ser un arma de refuerzo ideológico, o incluso un mero experimento estético, la extraña, insobornable y honesta equidistancia del film se nos aparecen rozando lo insoportable. En Tardes de soledad la vida y la muerte van enlazadas de manera incómoda; un show de horror y belleza que nunca se escuda en el retrato pintoresco de la Fiesta Nacional, del eterno e insípido círculo vicioso de la opinión popular. Y todo va adquiriendo poco a poco un peso, una poética propia.
No extraña, pues, que el film de Albert Serra haya arrasado como lo ha hecho. Es una obra de una seriedad absoluta, carente de ideología, capaz de causar cansancio físico y sobrecogedor miedo. Un limpio ejercicio de observación de la vida y la muerte que es imposible de interpretar como arma política, como mucho una fascinación extraña por ambas verdades inevitables. En este sentido, Tardes de soledad es como un boomerang que se vuelve en contra de su agresor, capaz de cortarle los dedos en el camino de vuelta. Uno no sabe, realmente, de desde dónde viene o se cuenta la película.
Utilizando los hechizantes sonidos de la respiración del toro, fijándose sin vergüenza en cada recoveco del cuerpo masculino de Roca Rey, Serra mete la cámara en la plaza pero a la vez desnuda el concepto de documental de todo vicio adquirido en el streaming o el true crime al uso. No importa que uno deteste las terribles imágenes del descabello o esté acostumbrado a ellas: Tardes de soledad se queda en el fondo de la cabeza de su espectador por mucho, mucho tiempo.

