
Todos los debates a favor y en contra de la inmigración se resumen en una sola imagen: el niño Vito Andolini mirando la Estatua de la Libertad desde una ventana de la isla de Ellis (principal puerta de entrada para millones de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos entre 1892 y 1954). Esta escena de El Padrino II representa tanto la esperanza como los desafíos de quienes buscan una nueva vida. También, los peligros que conlleva admitir en una sociedad —un entramado socio-cultural complejo— a quienes vienen de otras tradiciones y cosmovisiones. Del pequeño Andolini sabemos que se convertirá en el gran Corleone, un peligroso mafioso que lleva el crimen a una dimensión terrible en Estados Unidos, pero habitual en su tierra natal, Sicilia, de donde tuvo que huir amenazado él mismo de muerte por un mafioso local. "La mela non cade mai distante dall’albero" es la versión italiano del refrán español "de tal palo, tal astilla".
También es verdad que, para su famiglia, es un hombre ejemplar, de una honestidad y una honradez sin tacha: con su tribu, un santo; hacia la sociedad, un demonio. Como harían en la vida real los Gambino, Lucchese, Genovese, Bonanno y Colombo. O, volviendo a la ficción, un tal Tony Soprano. Sin embargo, el director de la película es Coppola, que, junto a los también italoamericanos Francesco Caprese (más conocido como Frank Capra), Scorsese, Ferrara, Leone o Di Palma, contribuiría a hacer del cine norteamericano el mejor del mundo al incorporar códigos propios de la tradición italiana neorrealista.
La migración es un fenómeno humano tan universal que constituye uno de los rasgos más distintivos de la especie desde nuestros orígenes africanos. Por supuesto, ha sido objeto de múltiples representaciones cinematográficas, dado que el cine, lejos de convertirse en un ejercicio solipsista banalmente formalista, desde sus orígenes con Lumière y Griffith, quiso ser espejo cultural y político de su tiempo, por lo que tenemos un fenomenal tratado en imágenes del trayecto del inmigrante: su lucha, sus sueños, sus conflictos con la identidad, la integración y el poder. Desde una óptica liberal —basada en los valores de la autonomía individual, el mérito, la movilidad social y la igualdad ante la ley—, la figura del inmigrante adquiere una dimensión ética y política fundamental: la de un sujeto que, a pesar de las barreras, busca participar en condiciones de libertad y dignidad en la sociedad de destino.
Este artículo explora cómo diversas películas clave del cine estadounidense y europeo abordan el fenómeno migratorio desde una perspectiva que puede ser leída en clave liberal. Obras como El inmigrante (1917), de Chaplin; El Padrino (1972-1990), de Coppola; América, América (1963), de Kazan; Érase una vez en América (1984), de Leone; West Side Story (1961 y 2021); y El hombre tranquilo (1952), de Ford, construyen un mosaico de experiencias migratorias donde el conflicto entre pertenencia e integración, tradición y modernidad, resulta central. Hay muchas más. Por ejemplo, solo teniendo en cuenta a Ford, Cuatro hijos (1928), sobre la migración externa, y Las uvas de la ira (sobre migración interna).

Desde la visión liberal clásica, el inmigrante no es un mero receptor pasivo de políticas estatales ni una amenaza cultural: es, ante todo, un ser humano con derechos y deberes. También, en una dimensión económica, un agente racional que busca mejorar su vida en contextos más libres y abiertos. Esta idea es la que subyace a las tesis del sociólogo Hein de Haas, quien ha cuestionado en Los mitos sobre la inmigración los relatos dominantes en los medios, tanto conservadores como de izquierda, sobre la inmigración. Según De Haas, las migraciones no responden tanto al empobrecimiento extremo, sino al incremento de capacidades, redes y aspiraciones. Los migrantes son proactivos: se mueven no porque están desesperados, sino porque tienen esperanza. Recuerden la escena del pequeño Vito Andolini mirando la Estatua de la Libertad mientras guarda cuarentena en la isla de Ellis, donde ha sido confinado por tres meses debido a que venía de Italia con una enfermedad por la que habría muerto de no ser recibido en América.
‘El inmigrante’ de Chaplin
En este sentido, la obra maestra muda de Chaplin, El inmigrante, representa de forma cómica y crítica las primeras experiencias del emigrante en América. El personaje de Charlot, desplazado y pobre, mantiene, sin embargo, su dignidad, su humor y su humanidad en un entorno hostil. La sátira al sistema migratorio estadounidense no eclipsa la visión optimista del individuo: el inmigrante no está vencido, sino que lucha con ingenio por encontrar un lugar en un ambiente hostil, pero donde también encuentra apoyo, oportunidades y empatía.
‘El padrino’ de Coppola
La trilogía de El Padrino puede ser vista como la narrativa definitiva del conflicto inmigrante en EE.UU. A través de la historia de la familia Corleone (en realidad Andolini, pero a la que atribuyen, por error, su localidad como si fuera su apellido), Coppola disecciona las tensiones entre herencia cultural, integración económica, violencia estructural y búsqueda de respeto. Por si fuera poco, a los "italianos" de Corleone se les suma el adoptado "irlandés" Tom Hagen, interpretado por Robert Duvall.
Vito Corleone, interpretado por Marlon Brando y, luego, por Robert De Niro en su juventud, representa a un típico inmigrante siciliano que podría haberse integrado de una manera civilizada, a través de negocios habituales entre los italoamericanos (como la tienda de ultramarinos en la que trabaja de repartidor), pero que finalmente, empujado por un entorno violento de extorsión también importado de Sicilia como el aceite de oliva y la pizza, crea su propio ecosistema paralelo: una mafia que no era la única respuesta a un sistema que le era adverso, pero sí la más fácil. Sin embargo, Vito no es solo un criminal: es también un líder comunitario, alguien que entiende las reglas del poder en América, sesgadas para favorecer a la comunidad anglosajona y protestante, y busca proteger a su familia y su gente.
Michael, su hijo, encarna la paradoja del éxito: habiendo estudiado en universidades estadounidenses, se quiere convertir en el perfecto americano que, sin embargo, no puede dejar atrás el legado familiar. Michael, no Michele, es un italoamericano que quiere ser americano antes que siciliano, pero termina en Sicilia en la tercera parte de la saga, tanto física como espiritualmente. En él se encarna la contradicción liberal entre el individuo que quiere emanciparse de las semillas tóxicas que están mezcladas con las positivas de su origen y las estructuras que lo atan. El Padrino muestra cómo la integración puede devenir corrupción si no se acompaña de una reflexión sobre qué hay de positivo y negativo en los países de acogida y en las tradiciones que se portan invisiblemente; además, claro, de que se den situaciones de justicia e igualdad.
"América, América"
La película dirigida por Elia Kazan, narra la epopeya de Stavros, un joven griego que escapa de la represión otomana para llegar a los Estados Unidos. El viaje, lleno de miseria, humillación y obstáculos, es presentado no como una excepción, sino como el paradigma. Kazan, él mismo hijo de inmigrantes, como lo eran John Ford y Coppola, retrata el sueño americano desde una óptica dura, pero esperanzadora: el inmigrante como sujeto épico, no como víctima ni chivo expiatorio.
Este relato conecta con el liberalismo clásico al destacar la voluntad, el sacrificio y la determinación del individuo frente al victimismo habitual de la izquierda, adicta al relato hegeliano-marxista de la dialéctica entre amos y esclavos. Stavros no espera ayuda estatal ni busca victimizarse: quiere trabajar, progresar y ser libre. La película denuncia las injusticias sin romantizar la pobreza y, a la vez, celebra la promesa americana como un horizonte ético posible.
"Érase una vez en América"
Sergio Leone, profundiza en la amistad, la traición y la corrupción a través de la historia de un grupo de inmigrantes judíos en Nueva York. La película, fragmentada en tiempos y tonos, es menos lineal y más nostálgica que otras del género. Aquí, el sueño americano aparece erosionado por el crimen, el narcotráfico y la decadencia moral.
Sin embargo, incluso en este relato melancólico, el inmigrante sigue siendo un actor: no es vencido por el sistema, sino que se ve atrapado en sus contradicciones. Leone no condena la ambición, pero sí la desconexión de sus raíces. La visión liberal aquí adopta un tono más oscuro, ya que, frente al optimismo con el que termina América, América, el pesimismo trágico inunda la película de Leone: la libertad tiene sentido solo si va acompañada de responsabilidad y memoria.
"West Side Story"
Tanto en su versión original como en la reciente adaptación de Spielberg, representa la tensión entre comunidades inmigrantes (hispanos y centroeuropeos) en los suburbios urbanos de casas baratas y olores intensos en las cocinas. La obra, un mix entre Romeo y Julieta, una ópera de Rossini y una coreografía de Busby Berkeley, muestra cómo los conflictos de identidad, pertenencia y racismo pueden sabotear la integración.
Desde una óptica liberal —la de la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith—, cuando no hay reglas morales claras sobre la convivencia en libertad entre personas diversas, la sociedad entra en una dinámica de anomia y autodestrucción. El amor entre Tony y María simboliza un posible futuro compartido, truncado fundamentalmente por el tribalismo étnico: una moralidad no ilustrada con una ética universal, y el dominio de la empatía, que siempre es particular y sesgada, sobre la racionalidad ilustrada. El liberalismo que hace falta no es solo una ideología vacía ni un modelo tan positivista como reduccionista, sino una ética del respeto: cada individuo debe ser libre de amar, vivir y prosperar sin que su origen le condicione, pero amoldándose a las reglas constitucionales que se siguen de valores éticos humanistas.
"El hombre tranquilo" de John Ford
Por último, El hombre tranquilo, de John Ford, invierte el viaje migrante: Sean Thornton, un boxeador estadounidense, regresa a su Irlanda natal para buscar paz. La película, aunque romántica y cómica, ofrece una reflexión profunda sobre la doble pertenencia. El migrante no solo cambia el país de destino; también transforma el de origen en su doble camino entre emigrante e inmigrante. El regreso no es el mismo que la partida.
Desde la óptica liberal, el retorno es también una elección libre, y la identidad no es un dogma, sino un proceso en movimiento que no determina al individuo porque, al fin, es él mismo el que tiene que elegir entre condicionantes en competencia. Sean no impone su visión americana a la comunidad irlandesa, pero tampoco se somete a sus reglas arbitrarias. Encuentra un equilibrio entre tradición y libertad.
El cine, cuando representa la experiencia migrante desde la agencia individual, la dignidad y la capacidad de transformación, se alinea con una visión liberal del mundo. En las películas aquí analizadas, el inmigrante no es tanto un problema a resolver (que también, no seamos ingenuos), como una posibilidad ética y política. No se trata de negar los conflictos ni de idealizar al inmigrante como si fuera una mezcla entre Papá Noel y Santa Teresa de Calcuta, sino de comprender que el ser humano —cuando es libre— busca construir un hogar donde pueda ser él mismo. El caso es que "él mismo" sea su versión óptima, alineada con la mejor naturaleza humana, y no la peor, aquella que proviene de sistemas culturales opresivos, ignorantes y criminales.
Las tesis de Hein de Haas, que desmontan la idea de la inmigración como una patología social, se ven confirmadas en estos relatos: el inmigrante es un innovador, un emprendedor, un soñador. Pero también hemos de tener en cuenta que dicha innovación emprendedora no se vehicule hacia el establecimiento de mafias, zonas no go, templos fundamentalistas e ideologías religiosas y culturales dominadas por castas sacerdotales tan brutales que sean incompatibles con todo lo que hemos conseguido en Occidente gracias a gentes como Erasmo, Vives y Tocqueville que fueron emigrantes al tiempo que cosmopolitas, sin perder sus raíces pero sin perderse tampoco en una identidad enclaustradora. El cine liberal nos recuerda que toda sociedad que niegue esta verdad está condenada a desperdiciar su mayor recurso: la capacidad humana de empezar de nuevo. También, por otro lado, que no hay camino más rápido y fácil hacia la distopía totalitaria que el de la utopía bienintencionada.
