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Pedro Fernández Barbadillo

Agonías en la Casa Blanca

Harrison, el noveno presidente, murió por neumonía tras su discurso inaugural. Cleveland se operó en secreto en el yate de un amigo. Eisenhower sufrió siete infartos y a Kennedy le administraban periódicamente diez fármacos.

Kennedy en 1961 en la Casa Blanca con Pandit Nehru, Primer Ministro de la India | Cordon Press

¿Cuál es la función del vicepresidente de los Estados Unidos? Recordarle con su presencia al presidente que es mortal. Ésta es una de las muchas ingeniosidades sobre el pequeño papel de una de las instituciones que establece la Constitución de la república norteamericana.

La repentina enfermedad de la candidata demócrata Hillary Clinton, unido al ocultamiento de su estado de salud durante meses a los ciudadanos, ha convertido el debate sobre la salud del presidente y la sucesión de éste en asunto de interés. En las monarquías, el problema no se produce: a rey muerto, rey puesto… salvo cuando el sucesor no existe o no es aceptado por una parte del pueblo o de las potencias extranjeras, como ocurrió en España al morir Carlos II en 1700 y Fernando VII en 1833.

Para solucionar el vacío en la jefatura del Estado, las repúblicas han instaurado o la figura del vicepresidente, que completa el mandato del difunto, o la convocatoria inmediata de elecciones. Los constituyentes de EEUU optaron por la vicepresidencia. Y esta sucesión se ha producido varias veces: nueve en total, cuatro en el siglo XIX y cinco en el siglo XX.

Nueve sucesiones en Estados Unidos

En abril de 1841, después de sólo 32 días de mandato, el período más corto desempeñado por un presidente, el noveno presidente de EEUU, William H. Harrison, de 68 años de edad, murió por neumonía contraída cuando pronunció al aire libre su discurso inaugural; le sucedió John Tyler. Zachary Taylor falleció de cólera en 1850 y le reemplazó Millard Filmore. Andrew Johnson, que había sido el único senador originario del Sur que no dimitió cuando se produjo la secesión, sustituyó a Abraham Lincoln, después de su asesinato en 1865. Chester Arthur sucedió en 1881 a James Garfield, que fue el segundo presidente en ser asesinado, en este caso por un abogado al que se había negado a conceder un enchufe; su agonía duró setenta días.

El noveno presidente de EEUU, William H. Harrison, de 68 años, murió por neumonía contraída cuando pronunció al aire libre su discurso inaugural

El asesinato de William McKinley en 1901 por un anarquista convirtió en presidente a Theodore Roosevelt. Calvin Coolidge sustituyó en 1923 a Warren Harding, muerto por un infarto a los 57 años. Al fallecer Franklin Roosevelt en abril de 1945, ascendió a la presidencia Harry Truman, al que se había mantenido tan apartado del gobierno que no tenía conocimiento del desarrollo de la bomba atómica. Johnson sustituyó a Kennedy cuando éste murió asesinado en 1963 y prestó juramento en el avión en el que regresaba a Washington con el cadáver de su predecesor. Por último, al dimitir Richard Nixon en 1974 ocupó su lugar Gerald Ford, quien no había sido elegido para el puesto de vicepresidente en las elecciones, sino por el Congreso para sustituir a Spiro Agnew; su mandato es el más corto de entre los presidentes que no murieron en el cargo.

De las nueve sucesiones, cuatro fueron por muerte natural, cuatro por muerte violenta y una por dimisión.

Presidentes que mintieron al pueblo

También hubo presidentes con graves problemas de salud, algunos conocidos y otros ocultados al pueblo, por su bien, como se suele decir o por un sorprendente derecho a la intimidad del afectado.

Stephen Grover Cleveland

Grover Cleveland (1885-89 y 1893-1897) ocultó su operación para hacerse extirpar un tumor en su boca: el quirófano secreto fue el yate de un amigo. Consideraba que su salud era un asunto exclusivamente personal.

Woodrow Wilson (1913-1921) sufrió una apoplejía en octubre de 1919 que le dejó el lado izquierdo del cuerpo paralizado y le disminuyó la visión en el ojo derecho. Durante unos meses, su esposa, su médico y sus ministros ocultaron su estado a la opinión pública; en la defensa del enfermo, calificaron de mentirosos a los periodistas que publicaron rumores al respecto. En febrero de 1920, se reconoció su estado, pero nadie quiso declararle incapaz y comenzar así el procedimiento de sustitución.

Desde 1955 hasta su muerte en 1969, Eisenhower sufrió siete infartos.

Franklin Roosevelt (1933-1945) padeció polio en 1921, que le causó la parálisis de las piernas. A pesar de esta minusvalía, desempeñó la gobernación del estado de Nueva York y la presidencia del país. Él, su esposa y su equipo se las apañaron para ocultar su parálisis: apenas hay fotos suyas en silla de ruedas. Durante la campaña electoral de 1944, su médico personal negó repetidas veces que la salud del presidente estuviese empeorando, lo que era mentira. Un cirujano que le examinó diagnosticó que no sobreviviría a un cuarto mandato, como así fue.

Dwight Eisenhower (1953-1961) sufrió en septiembre de 1955 un infarto de corazón, que no le disuadió de presentarse a un segundo mandato al año siguiente. Como consecuencia del infarto, en noviembre de 1957 se le produjo un derrame cerebral leve. Desde 1955 hasta su muerte en 1969, Eisenhower sufrió siete infartos.

John F. Kennedy (1961-1963) también se amparó en varios médicos para refutar las sospechas sobre su estado de salud, en concreto que padecía la enfermedad de Addison, que se le había diagnosticado en 1947. La prensa progresista, deslumbrada por su encanto y juventud, silenció no sólo sus líos sexuales, sino también sus enfermedades (se le administraban periódicamente diez fármacos y, durante la presidencia, además testosterona) y su lesión de espalda.

Y Andrew Jackson (1829-1837) vivió desde su juventud con dos balas en su cuerpo, recibidas en sendos duelos.

Los demócratas ya retiraron a un candidato enfermo

Hillary Clinton sigue siendo, de momento, candidata, aunque sus apoyos dentro del Partido Demócrata y de la prensa de papel adicta (que es toda, sin excepciones) ya empiezan a rumorear que conviene preparar su sustitución por alguien sano. ¡Cuando sólo días antes del desvanecimiento en los actos en recuerdo del ataque terrorista del 11-S se descalificaban las dudas sobre la salud de Clinton como fruto de una conspiranoia!

Otro candidato que pasó por una situación similar de trastornos de salud escondidos que cuando se conocieron acabaron con su carrera política fue el senador por Illinois Thomas Eagleton, compañero como vicepresidente del demócrata de izquierdas George McGovern, en las elecciones de 1972. Entre 1960 y 1966, Eagleton ingresó tres veces en un hospital para recibir tratamiento contra depresiones y agotamiento nervioso, que incluyó electrochoques. Aunque McGovern declaró al principio que respaldada a su compañero al mil por cien, a principios de agosto el comité nacional del partido sustituyó a Eagleton por Sargent Shriver. Paradójicamente en esa campaña, que acabó con una victoria impresionante de Richard Nixon, quien ganó en 49 de los 50 estados, fueron voluntarios los Clinton, Bill y Hillary.

Ocultar es mentir

En la URSS se enmascararon las enfermedades de los Breznev, Chernienko y Andrópov. Y en Francia, el socialista Francois Mitterrand ordenó a sus médicos mentir sobre el cáncer de próstata que le detectaron a finales de 1981, cuando ya había alcanzado la presidencia de la república; el político calificó su diagnóstico de "secreto de Estado"; y los médicos aceptaron engañar a sus compatriotas.

Desde luego, un enfermo puede tomar decisiones más inteligentes y firmes que un sano. Ahora que en Occidente se plantea el rechazo de tratamientos médicos a los obesos y los fumadores, exigir que los electores conozcan la salud de sus gobernantes no se trata de discriminación a los enfermos, sino del elemental derecho a saber. Si exigimos saber qué opina o qué se compromete a hacer un candidato, de qué vive, quién paga su campaña, ¿no tenemos derecho a saber si padece alguna enfermedad?

El derecho a gobernar sólo existe en las monarquías absolutas. En la democracia, ocultar la enfermedad de un candidato al máximo poder político en un país supone mentir a los ciudadanos.

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