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Jesús Laínz

¡No es esto, no es esto!

No tardaría mucho tiempo Ortega en empezar a desconfiar de la República neonata. En marzo del 39, celebró la entrada de Franco en Madrid.

No tardaría mucho tiempo Ortega en empezar a desconfiar de la República neonata. En marzo del 39, celebró la entrada de Franco en Madrid.
José Ortega y Gasset | Archivo

La actividad principal del eminente pensador José Ortega y Gasset no fue, evidentemente, la política, aunque tanto en sus escritos como en sus acciones nunca dejó de participar en el debate sobre cómo debía regenerarse una España recién salida del Desastre del 98.

Radicalmente opuesto a la dictadura de Primo de Rivera, la complicidad de Alfonso XIII con ella le pareció la gota que colmaba el vaso de los desmanes de una Monarquía que debía desaparecer por el bien de España. Por eso publicó en El Sol el 15 de noviembre de 1930 el histórico artículo El error Berenguer, en el que deploró con singular indignación los siete años de gobierno primorriverista:

España ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en ningún otro siglo (…) No es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo el ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana.

Ortega consideró que no se podía continuar con el régimen monárquico como si nada hubiera pasado y que la aceptación regia de la Dictadura debía implicar su extinción. Por eso concluyó el artículo con el célebre "¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia" que tanto influiría en la decisión de muchos españoles de optar por un régimen republicano.

Pocos meses después, en febrero de 1931, Ortega fundaría la Agrupación al Servicio de la República junto con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, hecho por el que el trío pasaría a la historia como "los padres de la República". Los tres firmaron el manifiesto en el que exaltaron "la grande promesa histórica que es la República española":

La Monarquía de Sagunto ha de ser sustituida por una República que despierte en todos los españoles, a un tiempo, dinamismo y disciplina, llamándolos a la soberana empresa de resucitar la historia de España.

Su compromiso con la causa republicana le llevó a reclutar nuevos adeptos entre otras personalidades de la política y la cultura. Éste fue el caso de Francesc Cambó, a cuyo despacho del hotel Ritz acudió Ortega con tal fin. Así lo recordó el inteligente y experimentado catalán en sus memorias:

Cuando esperaba que yo le diese un sí y una firma, tuvo que escuchar una exposición serena de mis argumentos dirigidos a hacerle ver que aquella República de que me hablaba era un puro ensueño; que si la República venía, sería gobernada o por los socialistas o por Lerroux con su gente tarada; que el nuevo régimen supondría el comienzo de una era de convulsiones para España, que se traduciría en un inevitable retroceso en la cultura (…) Al oírme, tuvo un ataque de furia. Salió de mi salón batiendo la puerta.

Fue elegido diputado a las Cortes constituyentes junto con trece de sus compañeros de candidatura. Muy significativamente, siete de aquellos trece pronto acabarían enfrentados a la república: los tres fundadores; Alfonso García Valdecasas, que dos años más tarde participaría en la creación de Falange Española; Vicente Iranzo –cuyo hijo, huido a Francia, regresó para alistarse, junto con el de Ortega, en el ejército sublevado– fue condenado a muerte por un tribunal revolucionario y logró salvar la vida por sus altos contactos con Martínez Barrio, lo que no impediría que, tras la guerra, fuese condenado a varios años de libertad vigilada por su supuesta pertenencia a la Masonería; José Pareja, exministro de Instrucción Pública y catedrático de patología que fue destituido en 1937 por desafecto al régimen y tuvo que refugiarse en la embajada uruguaya; y Manuel Rico Avello, exministro de Gobernación y de Hacienda que acabaría asesinado por los milicianos izquierdistas en la cárcel Modelo junto con otros destacados políticos republicanos "moderados" como Melquíades Álvarez o Ramón Álvarez-Valdés y, por supuesto un buen número de derechistas. Al conocer lo allí sucedido, exclamó Indalecio Prieto: "La brutalidad de lo que aquí acaba de ocurrir significa, nada menos, que con esto hemos perdido la guerra".

No tardaría mucho tiempo Ortega en empezar a desconfiar de la República neonata. El 2 de junio, sólo mes y medio después de su alumbramiento y ya con la primera quema de edificios religiosos a sus espaldas, lamentó que "gentes con almas no mayores que las usadas por los coleópteros han conseguido en menos de dos meses encanijarnos esta República niña y hacerle perder el garbo con que nació".

Participó activamente en las discusiones parlamentarias, en las que se destacó por su oposición a organizar España como un Estado federal, lo que juzgó un retroceso hacia tiempos medievales, y por su crítica a las izquierdas a causa de su concepción de la República como un régimen revolucionario y de su propiedad exclusiva. Así, el 9 de septiembre de 1931, en pleno debate constitucional, publicó en el diario Crisol un importante artículo en el que advirtió que la República no funcionaría mientras no se desterrara la palabra revolución que tanto gustaban de usar los izquierdistas. Y lo concluyó con unas palabras que han pasado a la historia:

Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo.

Dos meses más tarde, el 6 de diciembre, tres días antes de la aprobación parlamentaria de la Constitución, pronunció un discurso, titulado Rectificación de la República, en el que lamentó, entre otros aspectos, su "arcaico anticlericalismo" y el espíritu partidista por encima del interés general de la nación:

Lo que no se comprende es que, habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la joven constelación de una República naciente?

Desilusionado de un régimen al que acusaba de sectario y extremista, en octubre de 1932 disolvió la Agrupación al Servicio de la República y se retiró de la primera fila política no sin antes reiterar por escrito su desafección por una "Constitución lamentable, sin pies ni cabeza ni el resto de materia orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza".

Tras la victoria fraudulenta del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, Ortega consideró que la situación de España no auguraba un porvenir pacífico, por lo que viajó a París para ir preparando el traslado de su familia. Y con el asesinato de Calvo Sotelo, que le sorprendió en Madrid, vio claro que por fin se había desatado la revolución que la izquierda venía anunciando desde tiempo atrás. Como relataría posteriormente su hijo, temió que se produjeran, por parte republicana, acciones contra las personas de mentalidad equilibrada, al igual que había sucedido en octubre de 1934, cuando los primeros tiros se dispararon contra el domicilio de Besteiro, vecino suyo en El Viso, en castigo por respetar el sistema democrático. Se escondieron en casa de su suegro, justo a tiempo para que García Atadell y sus esbirros encontraran su domicilio vacío. Así lo relató su hijo Miguel:

Después nos refugiamos en la Residencia de Estudiantes, donde había, por lo menos, una vigilancia y un baluarte. Allí corrió mi padre serios peligros. Con amenazas, le pidieron que firmase un manifiesto redactado por un grupo extremista, los Escritores Antifascistas. Mi padre, muy enfermo, en cama, se negó a firmarlo. La negativa indignó de una manera terrible y peligrosísima a los jóvenes escritores comunistas. Volvieron con terribles amenazas; lo hubieran matado (…) El nefasto diario Claridad arremetió contra mi padre diciendo cosas como ésta: "que su filosofía era donde se habían alimentado las mentes fascistas". Esto era una condena a muerte; nadie se libraba, después, de ser fusilado en un plazo breve. Mi padre, sin embargo, comprendió que antes de matarle querrían utilizarlo para su beneficio. Así fue. Después de pocos días, aparecieron otra vez (mi padre estaba muy enfermo, con septicemia de origen biliar); pretendían que hablase por radio a América. No sé cómo logró una demora, que aprovechamos para salir de España todos, ya que lo que más le preocupaba era dejar rehenes.

Una vez conocida su fuga de España, la Comisión Universitaria Depuradora le destituyó de su cátedra. Algunos meses después, en el Epílogo para ingleses que escribió para una nueva edición de La rebelión de las masas, relataría así este episodio lamentando la ignorancia con la que se juzgaban en el extranjero los hechos de España:

Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban a escritores y profesores, bajo las más graves amenazas, a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad. Evitemos los aspavientos y las frases, pero déjeseme invitar al lector inglés a que imagine cuál pudo ser mi primer movimiento ante hecho semejante, que oscila entre lo grotesco y lo trágico. Porque no es fácil encontrarse con mayor incongruencia.

Y continuó reprochando a Albert Einstein la insolencia de haberse creído con derecho a opinar sobre la guerra civil española usufructuando "una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre".

Refugiada toda la familia en París, evitó el contacto personal con los dirigentes y diplomáticos republicanos allí destinados, algunos de ellos amigos suyos. Sus dos hijos decidieron alistarse en el Ejército de Franco con plena aprobación paterna. Desde la distancia, siguió el desarrollo de la guerra con enorme interés y el deseo de una rápida victoria del bando nacional. Cuando un amigo le transmitió el bulo de que se acababa de rendir el Alcázar de Toledo, Ortega respondió que "no puede ser verdad; los cadetes del Alcázar de Toledo no se rinden nunca".

Mantuvo contacto frecuente con Marañón, al que confesó con amargura su arrepentimiento por haber participado tan activamente en la campaña contra la Monarquía. Y le recordó a menudo la desagradable conversación que, unos días antes de publicar El error Berenguer, había mantenido con un Cambó contrario al cambio de régimen. Siete años y una guerra civil después, a Ortega no le quedó más remedio que admitir que el catalán había acertado y él, la cabeza más influyente de la España de su tiempo, se había equivocado estrepitosamente.

Si bien el 13 de marzo de 1939 escribió a su compañero de filas, de desengaño y de huida confesándole "haber pasado alguna nerviosidad con la última coletada del atún comunista", el 28 de marzo le envió un telegrama expresando su "alborozo y felicitación" por la entrada de Franco en Madrid.

Receloso de la acogida que podrían darle los gobernantes e intelectuales españoles por haber representado tan alto papel en la proclamación del fenecido régimen republicano, prefirió pasar los primeros años de la posguerra fuera de España, a donde regresó en 1944 y donde residió, intelectualmente activo pero políticamente al margen, hasta su fallecimiento en 1955.

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