Menú
Ricardo Artola

Ochenta ya

Pronto, los que fueron conscientes de lo que estaba ocurriendo van a dejar de poder dar testimonio. Solo nos quedará la historia, que no es poco.

Pronto, los que fueron conscientes de lo que estaba ocurriendo van a dejar de poder dar testimonio. Solo nos quedará la historia, que no es poco.
Hitler pasa revista a las tropas nazis en Núremberg en 1935 | Cordon Press

Hace ya ochenta años que comenzó la Segunda Guerra Mundial, lo cual quiere decir que alguien que fuera mayor de edad por entonces (según los baremos actuales) hoy tendría 98 años. Es decir, que los que fueron conscientes de lo que estaba ocurriendo van a dejar de poder dar testimonio de lo ocurrido. Solo nos quedará la historia, que no es poco.

Aquí los hechos no son tan relevantes, puesto que la invasión de Polonia por parte de Alemania, desencadenante último de la guerra, fue originada por una pantomima de los alemanes, que pretendían hacer creer al mundo que los pobres polacos habían intentado penetrar en su país (en realidad se trataba de soldados alemanes con uniformes polacos).

Una vez iniciadas las hostilidades, la maquinaria militar alemana (que rápidamente se volvería mítica y aún hoy nos sigue asombrando) barrió a los valerosos pero impotentes polacos en menos de un mes. Por si fuera poco, a partir del día 17, contaron con la ayuda del Ejército Rojo que también invadió el país, en este caso desde el Este, en virtud de un acuerdo infame entre las dos superpotencias ideológicamente antagónicas: la Alemania nazi y la Unión Soviética de Stalin.

La invasión de Polonia crearía uno de los regímenes de ocupación más salvajes que recuerda la historia. Los alemanes desmembraron la parte que ocuparon como quien trocea un filete en el plato, y aplicaron toda su dureza racial a sus habitantes, mientras que los soviéticos desplegaron su hospitalidad comunista (en un anuncio de lo que harían en todo el Este de Europa en 1945) en el territorio que les había correspondido. Ser polaco en otoño de 1939 fue uno de los peores destinos que deparó la historia de un siglo convulso.

Tampoco hay que olvidar que si había un país que encarnara "el problema judío" (desde la perspectiva nazi) ese era Polonia. Allí los judíos eran una minoría relevante numéricamente; la mitad de los judíos exterminados en el Holocausto tenían un carné de identidad polaco y en el territorio de ese país desmembrado se ubicaron varios de los peores campos de exterminio nazis, con Auschwitz a la cabeza. Ah, y también conviene recordar el debe de los polacos que se aprovecharon de la brutalidad alemana para hacerse con bienes judíos o que, directamente, tomaron una iniciativa exterminadora que incluso asombró a los nazis, como la aterradora matanza de Jedwabne. Por tanto, al recordar el inicio de la guerra, también nos viene de inmediato a la cabeza la infamia de la Soah. Sin Polonia y los polacos no se entiende el Holocausto.

Militarmente la campaña de Polonia solo sirvió —aparte de para machacar a los polacos, que habían recuperado sufridamente su soberanía no muchas décadas antes de 1939— para comprobar el abismo en la forma de hacer la guerra entre la Wehrmacht (así se llamaba el ejército alemán de la época) y el resto de potencias militares del momento. Polonia inauguró la llamada "Guerra relámpago", doctrina militar incubada desde la frustración de las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, y que, de manera muy sucinta, consistía en utilizar de manera simultánea (y abrumadora) las fuerzas de infantería, carros de combate y aviación, para penetrar de forma muy rápida y profunda en territorio enemigo, sin preocuparse, inicialmente, en las posibles bolsas de resistencia que quedaran en el camino. Para eso estaba la infantería, que avanzaba a otro ritmo.

Pero el 1 de septiembre de cada año, no solamente nos recuerda el inicio de la guerra (a veces con aniversarios redondos, como en este caso) sino que nos sirve para rememorar el conjunto de la Segunda Guerra Mundial, su significado profundo y las interpretaciones cambiantes.

Recientemente se han publicado algunas obras que pretenden convencernos de que estaba claro, desde el principio, que Alemania no podía ganar la guerra. Uno de los autores que defiende esta tesis está dedicando una tetralogía (o más) a su explicación y, al leerlo, uno piensa en la imagen del gato que se enreda con una madeja de lana. La historia tiene que explicar los hechos desde la época en que se produjeron, aunque goce del privilegio de conocer el final. Y, desde la época, da la impresión de que nadie, ni primeros ministros ni simples soldados, ni mujeres en las fábricas, ni judíos aterrados en los guetos, ni amigos ni enemigos, dudaron de la posibilidad muy real de que Alemania hubiera ganado la guerra e impuesto un régimen atroz de existencia para los europeos y, quizá, en todo el mundo, como fantasea la distopía de El hombre en el castillo.

Y, como siempre que rememoramos el inicio de la Segunda Guerra Mundial, hay que recordar la enorme paradoja de que las potencias occidentales (Francia y Gran Bretaña fundamentalmente) fueron a la guerra por Polonia, pero, al final, dejaran que cayera en manos de la Unión Soviética, en un ejercicio que nos recuerda el dicho español de "saltar de la sartén para caer en las brasas". Bien es verdad que, entre medias se había producido una brutal inversión jerárquica en el orden de las naciones que anunciaba el fin de la hegemonía mundial de Europa y el mundo bipolar de la guerra fría.

Ricardo Artola es autor de La Segunda Guerra Mundial. De Varsovia a Berlín.

Temas

En Cultura

    0
    comentarios