
La mañana de otro malhadado 18 de julio, el de este año, nos dejó Luis Arranz, maestro de los historiadores de la política. Es un lugar común, aunque verdadero, que los decesos súbitos multiplican el dolor de los familiares y los amigos. ¡Cuántas cosas se quedan por decir! ¡Qué duro es perder la ocasión de expresar al compañero que se va tan de repente el inmenso cariño que se siente por él, de devolverle algo de las inmensas deudas contraídas en una relación de tantos años! El vacío que deja se hace inconmensurable. Y la conciencia de que, al menos en esta vida, aquél ya no podrá salvarse, aflora sentimientos de impotencia y desesperanza que, cuando llegan al clímax, sólo el llanto puede calmar.
Honda es mi pena, porque poco antes de la muerte de Luis tuve una ocasión ideal de decirle lo mucho que le quería y le admiraba. Y que no sería el historiador que soy sin el inmenso privilegio de haberle conocido y tratado con tanta familiaridad, sin su guía y sin sus enseñanzas, y sobre todo sin su constante afán por infundir esos rasgos tan suyos de carácter, de hombre libre, honesto y valiente, que no transigía con los convencionalismos de academia fundados exclusivamente en los prejuicios ideológicos que a veces contaminan nuestra disciplina.
Aquella ocasión fue la mañana del pasado 21 de junio, que he revivido una y otra vez. Aún me duraba el buen humor de la victoria en la Eurocopa contra Italia del día anterior, una sensación que deseaba alargar en la tertulia del gimnasio por si me infundía una motivación extra para batir algunas de mis marcas, bien modestas. Cuando giraba la llave para cerrar la puerta de casa, sonó el móvil. Era Luis. Estaba trabajando en su libro sobre la crisis de la Restauración, la gran obra de su vida. Fiado en mi memoria, como otras veces, me preguntaba por una combinación de mandos militares de diciembre de 1919.
Mi respuesta no debió satisfacerle del todo, y como no quería inducirle a error, pasamos al terreno de las comprobaciones. Consultamos los diarios de la Hemeroteca digital, los diarios de sesiones del Congreso y el Senado, y rescatamos -a un lado y a otro de la línea- el sinnúmero de libros de época que ambos teníamos en las estanterías. La discusión y el contraste de todos esos datos nos llevó a poder cuantificar, a partir de una serie incidental de cambios en los mandos del Ejército, el grado de desafección existente en la milicia hacia los gobiernos constitucionales con motivo de los dos graves conflictos del bienio 1919-1920: la expulsión de los tenientes alumnos de la Escuela Superior de Guerra y la destitución de Joaquín Milans del Bosch, capitán general de Barcelona.
Satisfechos, casi eufóricos, no nos dimos cuenta de que habíamos superado las tres horas de teléfono; era casi la hora de comer, la bolsa de gimnasio yacía en la puerta del despacho como testigo mudo de la conversación y, absorto en aquel periodo de nuestra Historia que tanto nos apasionaba a los dos, no reparé en que me había quedado sin tertulia deportiva y casi sin ganas de levantar pesas. Con la efusividad del hallazgo, nos emplazamos a comer una vez que Luis acabara de redactar el capítulo, que me comprometí a revisar. La conversación terminó de forma abrupta, pues los requerimientos a un lado y al otro de la línea nos devolvieron a 2024, eso sí tras haber pasado más de media mañana enfrascados en una investigación emocionante sobre la convulsa política española de los años finales de la Restauración.
Pasión por el liberalismo que supo trasmitir a sus discípulos
No fue la última vez que hablé con Luis, pero sí fue el intercambio más largo y emotivo que tuve con él antes de que nos dejara. Como en tantas otras ocasiones, Luis derrochó erudición, perspicacia y una capacidad analítica al alcance de muy pocos. Nacido en Madrid el 21 de febrero de 1951, era el más joven de una brillante generación de historiadores de las ideas políticas que conoció el magisterio de Luis Díez del Corral y José Antonio Maravall, los grandes introductores de la disciplina. Con ese impresionante bagaje, Luis Arranz se especializó en la historia de la vida política, ligando las ideas con su dimensión práctica, con su plasmación en realidad, que le llevó a convertirse en uno de los primeros docentes de esa rama de la disciplina y en un estudioso de la evolución histórica de las instituciones y las formas políticas. Le interesaba especialmente la función de las ideas en la acción de los partidos políticos durante la democratización del liberalismo en España, doblemente frustrada tanto en la Monarquía liberal de la Restauración como en la Segunda República. Sus análisis se beneficiaban de un extenso conocimiento de la historia de otras experiencias europeas, en las que se manejaba con la soltura de un Juan José Linz.
Luis Arranz dedicó su atención, primero, a los partidos socialistas y a la crisis que llevó a las escisiones comunistas, una cuestión que nunca abandonó pero que enriqueció posteriormente incorporando a sus análisis la trayectoria del conservadurismo liberal. Sus estudios sobre Francisco Silvela y sus publicaciones sobre la Monarquía liberal de la Restauración convirtieron a Arranz en el renovador más audaz y sugestivo de la historia política del periodo desde las aportaciones de Carlos Seco Serrano, José Varela Ortega y Javier Tusell. Llevó su formidable capacidad de análisis hasta la Segunda República, con aportaciones sobresalientes sobre la organización de sus partidos, sobre el entramado institucional y su vida política, que influyeron decisivamente en quienes hace ya dos décadas comenzamos a investigar los años treinta. Paralelamente, Arranz fue uno de los estudiosos más relevantes de su generación sobre el liberalismo en Europa y América en los siglos XIX y XX, una pasión que supo transmitir a todos sus discípulos. Dos de los más conocidos y brillantes historiadores de la política en España hoy, Manuel Álvarez Tardío y Jorge Vilches García, se formaron a su lado, como doctorandos suyos.
Yo tuve la suerte de beneficiarme de su magisterio justamente a través de Manuel, con quien me doctoré y a quien nunca dejaré de agradecer que propiciara el vínculo de amistad que establecí con Luis durante más de tres lustros. Ha sido demasiado poco tiempo para los que hemos compartido tan estrechamente sus inquietudes y sus intereses, y hemos sido además receptores de su inagotable erudición y generosidad. Luis, ya te echamos en falta, y el sentimiento de pérdida sólo lo atenúa la esperanza de que algún día nos reencontremos y retomemos por donde lo dejamos nuestras largas y animadísimas discusiones. Hasta entonces, mi querido amigo, procuraré que te sientas orgulloso del historiador que ayudaste tan decisivamente a formar. No te olvidaré.