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Pedro de Tena

El arabista Rafael Valencia y los limones de Basora

Esos limones, ennegrecidos por el tiempo con el que estremecer el té, siempre me recordarán a Rafael Valencia Rodríguez.

Esos limones, ennegrecidos por el tiempo con el que estremecer el té, siempre me recordarán a Rafael Valencia Rodríguez.
El arabista Rafael Valencia en el alcázar de Sevilla | Archivo

En el otoño de 1969, la Facultad de Filosofía y Letras, situada en la antigua Fábrica de Tabacos de Sevilla, acogía a una nueva promoción. Debía cursar dos cursos Comunes y luego se decidía la especialidad deseada. En esos Comunes, se estudiaba Filosofía, Historia, Lingüística, Arte e idiomas clásicos, latín, griego y árabe. Opté por el latín y el árabe y allí tuve el primer encuentro con Rafael Valencia Rodríguez, nacido en Berlanga (Badajoz), entre Llerena y Azuaga, casi lindando con la sierra norte de Sevilla. Iba para ingeniero, pero se quedó en arabista.

Aquel curso fue especial porque la Universidad de Sevilla era, entonces, bastante libre y plural. En ella daban clases los filósofos relacionados con el Opus Dei, Jesús Arellano y Patricio Peñalver. La Historia, Universal y de España, estaba en manos de filosocialistas como Alfonso Lazo y Carlos Álvarez, si bien la historia de España la explicaban los más conservadores José Luis Comellas y Manuel Mantero. Historia del Arte, fíjense en el lujo, nos enseñaba Antonio Bonet Correa. Y en árabe nos instruía primeramente un profesor egipcio al que motejábamos como "antunna catantunna" y cuyo nombre sigo sin encontrar en mi memoria. Al año siguiente, Pedro Martínez Montávez.

Tampoco fue menor la diversidad de los alumnos, mayoritariamente políticamente silenciosos y de familias apolíticas o del régimen. Allí nos encontramos algunos que luego dieron que hablar, por unas u otras razones. En el aula correspondiente se sentaba a la izquierda del púlpito profesoral y en la segunda tercera fila, un canijo Alfonso Guerra, entonces responsable de la cercana Librería Antonio Machado.

Quién iba a decirme a mí, entonces vinculado a la izquierda cristiana, que años después, desde el periódico El Mundo, sería yo mismo uno de los artífices de su caída política publicando desde sus comienzos lo que se dio en llamar el caso Guerra.

Pero allí se sentaron también Juan Carlos Rodríguez Ibarra, entonces ya maestro y relacionado, me contó luego, con grupos ultracomunistas y radicales acompañado de su inseparable, y luego vicepresidente de la Junta de Extremadura, Paco Fuentes Gallardo, sobrino de Alfonso Gallardo, un chatarrero venido a más por arte de la influencia cultivado por el PSOE. Tanto lo fue que llegó a comprar El Correo de Andalucía y a proponer una refinería de petróleo a la que acusaron de querer perforar Doñana.

Y Quico Veneno, "el pelón" y Germán, y Adolfo, y Encarna Sánchez, y la luego diputada socialista Milagros Frías, y muchos otros más, como los entonces carlistas inseparables Jon Juaristi y Victorino Ruiz de Azúa. Pero no, allí no hervía un antifranquismo explosivo salvo en algunas cabezas bien minoritarias.

Rafael Valencia era un año más joven que yo y, sin embargo, acaba de morir hace unos días, el pasado 12 de junio, de un infarto masivo. Esta noticia inesperada influye de manera aguda en el ánimo de quienes lo conocimos y compartimos con él edad y congojas. Además del dolor por su inesperada ausencia, nos recuerda la cercanía del final forzoso.

De familia "riquita" de Berlanga, hijo de los dueños del cortijo Las Tiesas pleno de olivares privilegiados como ha recordado Antonio Burgos, no estaba entonces en el círculo de amigos "progres" que soñaba revoluciones mágicas y utopías benéficas. Hijo de una gallega de Redondela, Lita, y un berlangueño taurófilo y currista, ha continuado cultivando sus olivos y la afición taurina hasta la muerte, pero su "tierra vital" fue la Sevilla de la libertad.

Cuando uno de sus paisanos y amigos, Juan Vizuete, me ha referido que su padre conoció a su madre porque en la Guerra Civil ella era madrina de guerra y él estaba en el frente, comprendí que nos parecíamos en algo fundamental porque mi madre y mi padre se conocieron de ese mismo modo.

No volví a verlo hasta mucho después, pasado el año 82. De hecho, nos reencontramos gracias a la proximidad profesional de nuestras entonces parejas y departimos agradablemente en su casa sobre tantas y tantas cosas pendientes. Al despedirnos, nos entregó un paquetito con limones de Basora, unos limones resecos y negros como pecados que, sin embargo, le daban un extraordinario gusto al té verde moruno.

Ya teníamos dos hijos en el mundo. Se llevó la peor parte de la vida junto con su entonces esposa, Maribel. Su hija, Zaida, sufrió una enfermedad definitiva y murió siendo una niña. Ya antes, en su propia familia, había habido otro fallecimiento, el de su hermana menor. Aquella nueva tragedia le sumió en un sopor moral indescriptible. Al poco tiempo, rompió su familia de manera dolorosa y súbita. Tal vez no pudo soportar tanta amargura borrándola de un plumazo. O tal vez… ¿quién sabe lo que hierve dentro del corazón y de la cabeza de las familias?

Pasaron muchos años. Ya crecía como catedrático de Árabe en la Universidad de Sevilla y como arabista de prestigio nacional e internacional. Volví a hablar con él a principios de 1997. Estaba yo entonces en excedencia de El Mundo y colaboraba con Javier Arenas en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales con la esperanza puesta, hoy ya se sabe que ingenua, en un cambio político y moral de la España bien saturada de corrupción que heredamos de los gobiernos de Felipe González.

Se iba a constituir el Comité español para el Año Europeo contra el Racismo el día 13 de marzo de 1997. Se tuvo la idea de que podría ser una señal inédita de respeto que un ministro de España – el primero de todos, según aplaudió fervorosamente el socialista Juan de Dios Ramírez Heredia -, pronunciara unas palabras en las lenguas árabe, hebrea y gitana.

Para conseguirlo, y dado que mi dominio del árabe no es que fuese discreto sino que era ya inexistente, llamé a Rafael Valencia. Le pedí el favor de que me escribiera en árabe y en castellano pronunciable, la expresión "Todos somos humanos". No puso ninguna objeción y al cabo de unos días, recibí su mensaje: "NÁJNU YÁMIAN BÁCHAR", fonotraducido por él mismo para que fuera legible y decible por un lego. Y así se hizo.

Mucho después, no recuerdo cuándo, le remití uno de mis relatos en el que aparecían varios personajes árabes. Quería que los dos protagonistas principales, opuestos como el sol y la luna, el día y la noche, el blanco y el negro, llevaran nombres adecuados en árabe y no quería inventarlos sin más. Como siempre, amablemente, me sugirió Oamar y Xams, no sin antes haberme corregido los de Abu-l-Oásim de Bagdad, Abd al- Malik ben Qatán al-Fihri y su enemigo, Balch ben Bixr.

Naturalmente, le seguí a distancia en sus conferencias, publicaciones y escasas apariciones públicas hasta el día de su muerte. Pero estas referencias sentimentales y amistosas, no deben hacer perder el sentido de toda una vida dedicada al esfuerzo por el conocimiento de la cultura y la lengua árabe.

Rafael Valencia se reconocía como parte de una escuela española de arabistas que puede considerarse iniciada por Pascual de Gayangos (1809-1897), uno de cuyos alumnos fue Antonio Machado y Álvarez, continuada por León Carbonero y Sol (1812-1902) en Sevilla. Luego se sucedieron Francisco Pagés y Belloc, Juan Vernet, que le dirigió su memoria de licenciatura sobre las "Coras" de Sevilla, Joaquín Vallvé, que fue su mentor en la tesis doctoral cum laude sobre la Sevilla musulmana, Emilio García Gómez con el que departió sobre tantas cosas, entre ellas el aire como columna vertebral del espíritu de Sevilla y tantos otros, como él mismo.

Su curriculum académico fue frondoso y brillante. Aunque amante de su tierra del sur extremeño, fue un sevillano de elección libre y a la Sevilla musulmana dedicó muchos de sus esfuerzos investigadores y, en general, a Al-Andalus. De él cabe destacar su insistencia en la trascendencia del pensamiento universal de Averroes y su cultura del esfuerzo, la importancia de Ibn Jaldún, su convicción de que Al-Andalus se sostuvo, en parte, por la continuidad de la figura de Isidoro de Sevilla y la importancia de la herencia andalusí sobre la cultura europea desde el Renacimiento.

Entre septiembre de 1979 y 1982, fue director del Instituto Hispano-Árabe de Cultura en Bagdad (Iraq) y Agregado Cultural a la Embajada de España en Irak. Desde entonces ha ocupado numerosos puestos en la Universidad y organismos internacionales, siendo en el momento de su muerte director de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, fundada en 1751.

Su discurso de ingreso se tituló El aire de Sevilla (Los refranes de la Sevilla árabe. A la sombra de Pascual de Gayangos). Lo del "aire", como cuenta él mismo, le fue confesado por Emilio García Gómez que sentía que "el verdadero protagonista de la historia de esta ciudad es el aire de Sevilla. Ese aire en el que cualquier cultura o civilización, con usos que van cambiando con el paso de los siglos, se conserva una base más de una vez milenaria".

Su amor por el conocimiento y los maestros lo encontró reflejado en una tablilla sumeria que encontró en el Museo de Bagdad dirigida por un alumno a su mentor:

Él guió mi mano sobre la arcilla, me enseñó a portarme bien, abrió mi boca a las palabras, me ha dado buenos consejos, ha hecho que mis ojos se fijen en las reglas que guían a un hombre de acción.

Varios libros y centenares de artículos, además de conferencias muchas de ellas no publicadas aún, dan idea de su amor por la investigación de lo que fue y significó Al-Andalus. Desde el pensamiento político de Ibn Jaldún a la trascendencia de Averroes, desde el cementerio árabe actual de Sevilla a la caída de los Omeya en Damasco y su llegada a España, dan una idea de su persistente afán de conocimiento y búsqueda.

Por ello, es de especial interés la lectura de su libro Al-Andalus y su herencia (I), el único en el que expone su visión general sobre qué fue y no fue la presencia musulmana en España. Hombre poco extremoso a pesar de sus vivencias –le apresó la guerra de Irak contra Irán en Bagdad—, siempre trata de ponderar sin radicalismos las aportaciones que recibió Al-Andalus del reino visigodo y sus sabios cristianos y las que supo legar a la Europa renacentista.

Las herencias tienen dos protagonistas. Quien lega, lo que a su vez seguramente heredó y quien hereda y que seguramente legará. No es de extrañar pues su insistencia en la pervivencia de la enseñanza de san Isidoro de Sevilla en Al-Andalus. Lo ilustra con una bella narración recogida en las Actas de Traslación del cuerpo de San Isidoro de Sevilla a León en el siglo XI.

En ellas se transcriben las palabras que el rey de la taifa sevillana, al-Mutadid, le dijo al obispo Alvito cuando éste le pide los restos del Santo. Fueron éstas: "Y si os doy a Isidoro, ¿con que me quedo yo?". Al despedir sus reliquias continuó: "Te vas de aquí, venerable varón Isidoro, pero tú sabes también que tu causa es la mía: por eso te pido que me tengas siempre en tu memoria".

Como Rafael Valencia aclara desde el principio hay que huir de las visiones encontradas que proponen una idealización delirante de Al-Andalus hasta su negación absoluta. Y cita al gran historiador Ibn Jaldún (Abderrramán b. Jaldún) para referir que "los charlatanes tienen en el arte del conocimiento un campo extenso: los prados de la ignorancia están siempre dispuestos ser regados."

Herederos de la cultura romano visigoda mediterránea, la andalusí, también cultura mediterránea, elabora un legado propio a partir de la transmisión de los textos filosóficos y literarios de la Grecia clásica. Entre los reinos hispánicos que crecían hacia el Sur y Al-Andalus hay relaciones innegables que van desde las formas de vida, a la lengua y a las expresiones literarias. Tómese por ejemplo el Calila e Dimna, El libro de los Estados, El conde Lucanor, El Libro de Buen Amor y el propio Don Quijote.

Mención aparte merecen sus análisis sobre el pensamiento de Ibn Jaldún, al que considera un historiador fundamental que buscaba ya en el siglo XIV los factores de la decadencia del Islam. "Para él la historia es un saber útil para la vida personal y para la colectiva. Su labor no es sólo describir los hechos, sino explicarlos, acudiendo a motivaciones naturales." Por ello, la simple relación de acontecimientos puede producir una deformación de la realidad que ignora las tensiones internas de una sociedad o grupo.

Considerado un experto en el pensamiento de Averroes, fue comisario de la Exposición organizada en torno a su figura en 1999 y dio a luz un Catálogo General sobre al pensador árabe y su época. Recientemente, en una conferencia en Córdoba, Valencia destacó aspectos modernos de Averroes, superior a Séneca según dijo, como su valoración de la capacidad de la mujer para hacer lo mismo que un hombre y su insistencia en la cultura del esfuerzo.

Además, subrayó cómo el pensador musulmán andalusí conoció por sí mismo la intolerancia, la persecución y el exilio por parte de los suyos, aunque su heterodoxia fue consentida por gracia del Califa en un marco musulmán que siguió degenerando a pesar de su extraordinaria obra. Recordemos que sobre sus traducciones de Aristóteles trabajó Santo Tomás de Aquino. Nada menos.

Terminemos con unos refranes que recogió de la Sevilla musulmana que firmaríamos, creo, con los ojos cerrados. El primero: "Su excusa es peor que su falta". El segundo: "A quien no se respeta a sí mismo, nadie le respeta". Y el tercero: "No seas tan dulce que te engullan, ni tan amargo que te escupan".

En este final de primavera, siguen los pájaros cantando. Cerca de Basora se cree que estaba el Paraíso y mantiene la leyenda que sigue el árbol de la fruta prohibida. Cerca, desde luego, Caín mató a Abel. Pero seguramente, en los mercados callejeros de la castigada Basora, al -Basrah, la Venecia del Eúfrates y el Tigris, alguien tiene a la venta unos limones ennegrecidos por el tiempo con el que estremecer el té. Esos limones siempre recordarán a Rafael Valencia Rodríguez.

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