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Daniel R. Rodero

¡Acabemos con la empatía!

La empatía es una hipertrofia sentimentaloide, un irracionalismo, una mala secuela del espíritu romántico.

La primera idea ha de estar clara: educar a los niños en la empatía es abyecto. ¿Pero cómo, si todo el mundo dice que practicarla es una virtud? ¿Acaso es malo enseñar a los niños a ponerse en el lugar del otro?

Vayamos por partes. Empatizar significa identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. ¿Es eso nocivo? No, pero es insuficiente y, como todas las cosas que son insuficientes, terminan desplazando a la virtud plena. Igual que el alimento sabroso nos resulta más apetecible que el alimento sano o preferimos la compañía de la persona hilarante a la de la persona de bien, la empatía disfruta de un aplauso que en justicia corresponde a la comprensión. Tres son, a mi juicio, las causas del fenómeno.

Primera: la empatía es una hipertrofia sentimentaloide, un irracionalismo, una mala secuela del espíritu romántico. Nos ponemos en el lugar del otro y con eso basta; nos apiadamos de él y ya con eso podemos considerarnos mejores. Poco importan los motivos que hayan conducido al otro a su situación actual. Nos da pena. Punto. No haremos nada para auxiliarle. Punto. Y, si lo hacemos, es posible que sea para peor. No en vano, hay una fábula infantil —luego reconvertida en meme— en la que un mono se apiada de un pececillo porque al verlo sumergido en el agua piensa que se está ahogando. Lo rescata, lo coloca en el suelo para que respire aire puro y el pececillo muere. Nadie niega que la reacción del mono tuvo una veta entrañable, pero el resultado se evidenció catastrófico.

Segunda causa: a la empatía le bastan con los sentimientos (y, si se tiene prisa, incluso con las sensaciones), mas comprender presupone pensar. Desde este prisma, la comprensión es empatía pasada por la cabeza, sentimiento bajo análisis (lo que explica su superioridad). Al pensamiento no le valen ni la sensación ni el instinto; precisa un plus. Para ser pensadas en concreto, las cosas han de tener una contextura, una identificación en el tiempo y en el espacio. Comprender la realidad del otro exige observarla junto con sus aspectos limítrofes, pararse mentalmente en ella y recordar que en cualquier hecho observado hay un componente de coyuntura y otro con vocación de permanencia.

En este punto, irrumpen las preguntas. ¿Puedo ayudar a aligerar los problemas ajenos? ¿Hacia cuál dirigir mi conducta? ¿Cómo determinarla, con qué acciones? Sin este discernimiento previo, la formulación de cualquier respuesta deviene en frívola temeridad, ya consista en la dación de una limosna o en la redacción de una ley. Pero ¡ay! Sentir, dejarse llevar por los sentimientos, es una actividad pasiva; pensar no. Los sentimientos que huyen de las ideas nos devuelven a la elementalidad del primitivismo. Nada más retrógrado que esa nostalgia, tan imposible, tan ñoña, tan falazmente progresista, del pequeño salvaje. Si la vida es un desafío a la inteligencia humana, se debe en parte a que los sentimientos pueden pesar demasiado; de ahí que deban someterse al escrutinio de la razón. Los sentimientos impulsan, pero este impulso corre el peligro de quedarse en simple ademán cuando no va acompañado de proyecto, de un programa de acción sostenida y modulable según las circunstancias.

Jamás se piensa de hoy para equis tiempo, sino que vivimos condenados a pensar desde la certeza y la pesadumbre de que mañana habrá que seguir pensando y de que habrá que hacerlo con método y conciencia de límite y debilidad (entre otras razones, para evitar caer en la superchería de que la razón todo lo vence). El binomio pensamiento-acción es fecundo cuando se retroalimenta y el sujeto incorpora en sus dos términos toda la tecnología a su alcance. Ambas cosas cansan. En cambio, frente a la comprensión (que implica un esfuerzo honrado y riguroso), la empatía halaga nuestra dejadez (puede practicarse mientras se dormita en la estéril horizontalidad del sofá, sin apenas sufrir desgaste psíquico).

Esto último lo conocen sobradamente quienes recurren a la empatía como elemento de manipulación de masas. Comportamiento miserable de algunos partidos políticos y empresas de comunicación es tratar de imponer la idea de que si no empatizas del modo en que yo lo hago con quienes padecen determinado problema eres un fascista o un ciudadano que merece ostracismo. Cuando se llega a tal supuesto, es porque las ideas han dejado de importar. Me permito recurrir a un aforismo propio que publiqué hace meses: "’Mi ideología defiende...’. No, tu ideología no: tu sentimentología".

Verbigracia: dudar que la "autodeterminación de género" represente un avance real en el tratamiento de la disforia convierte a quien lo duda en vil reaccionario y cómplice de cuantos matones de instituto acosan a los jóvenes disfóricos. ¿Cabe actitud más innoble? Además de perversa, es igual de absurda que la que tendría el mono si insultara a quienes lo alertasen de que poniendo al pez a respirar aire puro no hará sino matarlo. Dado que los problemas complejos no se resuelven con ideas fáciles, ¿cómo admitir que su solución radique en sentimientos ramplones?

Tercera causa: la empatía es un concepto progresista y de raíz protestante-rousseauniana, mientras que la "comprehensio" es de inspiración católica. Tanto el ideologismo del siglo XVIII, como su secuela en clave de farsa, el progresismo de la segunda mitad del XX, abominaron de cualquier esquema mental con ecos escolásticos. "La Verdad" apenas comenzó a descubrirse con la Ilustración. El Medioevo no fue sino un interminable milenio de tinieblas. Por lo tanto, ninguna doctrina que arrastre olor a incienso de catedral gótica tiene nada que aportarnos.

¿Seguro? Prescindamos de cualquier principio teológico y quedémonos con una "comprensión de las cosas y de la verdad del prójimo" íntegramente laica. A la hora de hacer filosofía, Dios estorba; mas, por sí sólo, ello no resta ni un adarme de validez a los constructos que algunos pensadores han desarrollado a partir de su idea. Se le mire por donde se le mire, el concepto de comprensión es mucho más racional que su némesis la empatía. Ya el mero hecho de que la pedagogía contemporánea nos quiera volver más empáticos debería hacernos sospechar. Los significantes de moda acostumbran a ser significantes vacíos, muletillas para charlatanes y carne de eslogan y mentira. Con palabras de significado débil no hay manera válida de articular pensamientos fuertes.

Cuanto va dicho necesita una última precisión que lo refuerce: es forzoso dosificarse. Pasar por la vida obligándose a cargar a cuestas con todos los dolores del mundo —además de estúpido e hipócrita— es contraproducente. Como producto que es del discernimiento, a la cabal comprensión de la realidad del otro sólo se llega desde la medida y el enfoque. En nuestra pelea cotidiana, no hay por qué darse contra ningún muro de hormigón. Donde las facultades no nos permitan intervenir pese a nuestros arrebatos justicieros, baste con no pertenecer a ese grupo de buenos silenciosos en el que el mal encuentra siempre a sus mejores cómplices. (Como son empáticos por dentro, pueden abandonarse a la facilidad de ser cobardes por fuera).

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