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"Desde finales del XVIII, la Constitución estadounidense ya preludiaba la polarización actual del país"

En su libro, Josep M. Colomer analiza las instituciones estadounidenses y recorre su historia para encontrar el germen de su polarización política.

En su libro, Josep M. Colomer analiza las instituciones estadounidenses y recorre su historia para encontrar el germen de su polarización política.
Joe Biden y Donald Trump. | EFE
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Josep M. Colomer es un politólogo y economista afiliado a la Universidad de Georgetown, en Washington. Sus estudios se han centrado tradicionalmente en las estrategias para el diseño de las diversas instituciones políticas de cualquier país, por lo que su experiencia viviendo en Estados Unidos le ha ayudado a analizar el estado de salud de su democracia. En La polarización política en Estados Unidos (Debate), su último libro, trata de responder a varias preguntas: ¿está el país más polarizado que de costumbre? ¿De dónde surge la disputa aparente entre los diferentes Poderes del Estado? ¿Tiene el Ejecutivo paulatinamente más poder que los otros dos? ¿Qué posibles modificaciones facilitarían que la labor legislativa no se estancase tan a menudo en duelos partidistas? Hablamos con él:

Pregunta: Escribe que la polarización política actual en Estados Unidos se lleva fraguando desde los últimos 30 años, ¿por qué?

Respuesta: En realidad, el problema viene desde el comienzo del país. La Constitución, desde finales del siglo XVIII, ya preludiaba este tipo de conflictos. Porque Estados Unidos fue una creación sin precedentes, un experimento, y yo creo que pagaron la novatada. Cometieron algunos errores de diseño institucional que después no han funcionado bien. Básicamente dos, diría yo: separar el presidente, el Ejecutivo, del Congreso Legislativo es una fuente de conflicto; y más si cabe si sólo se tienen dos partidos. Los padres fundadores preveían que no habría partidos políticos, pero al final se afianzaron dos. La consecuencia lógica amparada por el sistema que diseñaron es inevitable a largo plazo: uno se atrinchera en la Casa Blanca y el otro en alguna de las cámaras del Capitolio y de esa forma se consigue la fórmula para el conflicto. Si se miran los más de doscientos años de historia del país, la mayor parte del tiempo han existido esta clase de problemas. De hecho, la guerra civil del XIX, una de las guerras civiles más terroríficas de la historia, es el culmen de esto. Podríamos decir que la tónica del sistema político estadounidense es esa. Pero no de la sociedad. La sociedad estadounidense está mucho menos polarizada, sin duda. Lo que pasa es que las instituciones están diseñadas de un modo que crean incentivos para la competencia desleal y para el conflicto entre los dos partidos.

P: Un conflicto interno que se acrecienta cuando el conflicto exterior se apacigua, según explica en su libro.

R: Sí. Eso enlaza con la pregunta que me has hecho al principio. Es algo que se comprueba analizando la historia del país. Por ejemplo, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la disolución de la URSS se consolidó un periodo en el que sí hubo más paz interna y más colaboración entre los dos partidos. Se sucedieron varios presidentes con el apoyo mayoritario del Congreso. Y eso se explica porque había un enemigo externo común. Se vivía contra una amenaza existencial. Primero los nazis y después los comunistas de la Unión Soviética. La política exterior era la política principal, y muchos temas domésticos no se trataban. Lo primordial era la política exterior y la economía, que funcionaba muy bien. Todos los temas que han cobrado más relevancia en las últimas décadas —sanidad, educación, racismo, control de las armas, derechos de voto, feminismo, guerra de sexos, familia— no se tocaban prácticamente. Había miedo a la guerra nuclear. Primaba lo que primaba. Había menos participación política, mucha más abstención de voto, mucha apatía, según se decía en la época. A medida que ese enemigo externo fue desapareciendo fueron haciendo acto de presencia todos estos demonios que nadie había resuelto y que eran un arma cargada en el seno de un país con un sistema institucional diseñado con esa separación de poderes que he mencionado antes.

P: Sin embargo, ¿la polarización viene de que el Ejecutivo sea completamente independiente del Legislativo? ¿No hay polarización también en sistemas parlamentarios cuyo Ejecutivo es elegido por los representantes en el Parlamento? Pienso inevitablemente en el caso español.

R: La polarización no es inevitable nunca, pero hay sistemas más propicios para ella. Si te fijas, ni siquiera las colonias británicas que se independizaron más tarde que Estados Unidos cometieron el mismo error que ellos. Ellas entendieron que el sistema británico, tan elogiado por Montesquieu, era en realidad un régimen parlamentario. Y por eso países como Canadá, Australia, o incluso la India, que llegó más tarde, se instituyeron así. Para mí, un régimen parlamentario con múltiples partidos que puedan formar una coalición con mayoría en el Parlamento es menos conflictivo que el régimen estadounidense. El bipartidismo es el otro ingrediente que hace todavía más propenso al país a la polarización. ¿Por qué nadie más ha copiado ese modelo? Es una pregunta interesante. En España, por ejemplo, se siguió el buen camino. Pero seguimos aprendiendo. Yo siempre decía que España era el único país de Europa que no había tenido nunca un Gobierno de coalición. Finalmente hemos tenido uno, pero todavía es minoritario, tanto en votos como en escaños. Es decir, ni siquiera ahora hemos culminado ese aprendizaje de formar gobiernos mayoritarios. Todavía nos queda camino por recorrer.

P: ¿La separación de poderes al estilo estadounidense no sería menos problemática si el Ejecutivo no tuviese tan fácil aglutinar poder y pasar por encima tanto del Senado como del Congreso?

R: Lo que pasa es que una cosa es consecuencia de la otra. El hecho de que sólo haya dos partidos, como tanto repito, favorece a que ambas cámaras se paralicen. Muchas leyes se quedan en suspenso, los presupuestos no se aprueban a tiempo, muchas agencias se quedan sin funcionar durante un periodo más o menos prolongado… Es decir, hay conflictos recurrentes que paralizan la acción política más a menudo que en otros países. Una de las reacciones posibles ante ese panorama es otorgarle más poder al presidente. Apostar por un líder fuerte capaz de desencallar la situación. Es algo que estaba latente durante la Convención de Filadelfia, incluso. Hamilton decía que él quería un monarca electo. Muchos padres fundadores tenían más miedo a una posible deriva democrática que desembocase en la anarquía. Así lo decían. Con el paso del tiempo, lo que ha pasado es que la presidencia ha ido adquiriendo paulatinamente más poderes. Es algo que suele pasar, sobre todo con las guerras. Lo que allí llaman executive orders, es decir, decretos, muchas veces van más allá de lo que preveía la legislación. Y siempre ha existido esa tentación, debido, entre otras cosas, a la constante paralización del sistema. A la larga es contraproducente, claro, porque se termina generando todavía más conflicto.

P: ¿Cómo es que terminó generándose allí un sistema bipartidista?

R: Es interesante. Los que hicieron la Constitución no querían partidos. La frase más repetida era que los partidos eran "facciones deshonestas" y corruptas. Ellos querían que fueran los individuos más valiosos y comprometidos los que dirigiesen el país. El propio Washington, en su discurso de despedida después de su segundo mandato, incidió mucho en esto: "Cuidado que no vengan los partidos", porque sería el caos, etcétera. Podía haber agrupaciones electorales a nivel local, sí, pero siendo un país tan grande no preveían que pudiesen coordinarse ni aglutinar electorado a nivel federal. El cambio se produjo en las elecciones presidenciales. En la competición para elegir al presidente fue donde se crearon los partidos. Y ahí está el germen mismo de la polarización, por supuesto. En las elecciones presidenciales, ten en cuenta que trescientos treinta y pico millones de habitantes tienen que elegir a un único presidente del Gobierno. Lógicamente es muy difícil. Por eso te decía al principio que el error de los fundadores fue separar la elección del Ejecutivo de la elección del Legislativo.

P: ¿Qué modificaciones concretas serían deseables en Estados Unidos, según su opinión?

R: Mi intención tampoco es escribir una nueva Constitución. (Risas). Yo recojo algunos experimentos que se están haciendo que señalan una cierta dirección. Especialmente en el sistema electoral. Hay muchas ciudades y algunos Estados que han adoptado un sistema de segunda vuelta. Otros, incluso, de voto ordinal, que quiere decir que aunque sólo haya un escaño en el distrito el votante puede optar por varios candidatos, para que termine saliendo alguno que no genere un amplio rechazo. En California, que es el Estado más poblado, todos los cargos locales, estatales y federales se eligen por segunda vuelta, por ejemplo. Kamala Harris fue elegida así. Hace poco, la elección del alcalde de Chicago, también. Todo va orientado a que no pueda ganar un candidato que genere un amplio rechazo social. Es el sistema menos polarizante, en teoría. Yo añado un par de cosas más. La cooperación entre el Gabinete del presidente y el Congreso podría tener más mecanismos. El secretario del Tesoro, por ejemplo, y otros, dan informes periódicos al Congreso. Es cierto que no pueden ser destituidos y que el control del Congreso es muy limitado, pero sí que existe una cierta rendición de cuentas. Eso se podría mejorar también. Por otro lado, lo que resulta más evidente desde fuera es la tensión entre el Gobierno y los Estados. Yo es lo que menos me esperaba viviendo allí. La gran diversidad territorial y la gran autonomía política que tienen muchos Estados es otra fuente de conflictos. En Texas los ha habido últimamente, por ejemplo. Ese es otro elemento de inestabilidad.

P: ¿Pero cómo se puede evitar que existan conflictos entre los Estados y el Gobierno, tratándose de una federación?

R: La idea es el Senado. El Senado tiene dos senadores por Estado independientemente de la cantidad de habitantes que tenga cada uno. Todos los Estados tienen la misma voz allí. Se supone, por tanto, que es el escenario dónde se puede negociar los intereses de los territorios. El problema es que es muy partidista también. Cuando la oposición tiene la mayoría, el Senado termina siendo un campo de batalla contra la presidencia. No acaba de cumplir su papel. Se terminan dando casos patéticos. El partido republicano de Texas, por ejemplo, hace unos meses, en su convención anual, aprobó por unanimidad que en noviembre se convoque un referéndum para la secesión de Estados Unidos. No sé si se terminará celebrando, pero el solo hecho de que se planteen estas cuestiones ya implica que no existe tanta integración nacional como a veces parece desde fuera. El país es muy grande, muy diverso, y no está tan unificado como pudiera pensarse.

P: La situación internacional está bastante movida últimamente. ¿Existe un enemigo externo lo suficientemente fuerte como para cohesionar nuevamente a la nación?

R: Yo detecto a veces una cierta nostalgia de la Guerra Fría. Desde el punto del egoísmo político casi podría ser hasta deseable por muchos, claro. En el libro recojo algunas frases de Clinton, cuando dijo por ejemplo que habría preferido gobernar durante la Segunda Guerra Mundial, o que envidiaba a Kennedy porque él al menos tenía un enemigo. Bush declaró la guerra contra el terror y decía que los islamistas eran los nuevos fascistas, la nueva gran amenaza global como en su día lo fueron los nazis. En el fondo le habría gustado que así fuera. Ahora podría caerse en eso un poco otra vez, con la invasión rusa de Ucrania, o con China. Lo que pasa es que China es más un rival económico y tecnológico. No es lo mismo que la Alemania nazi o que la URSS. Cuesta mucho más percibirla igual de amenazante. Ni siquiera si invadiese Taiwán, yo creo. Las encuestas dicen que la mayoría de los americanos consideran que Taiwán es parte de China. Es poco probable que de ahí pueda salir una guerra explícita. Si se convirtiese en una guerra ideológica, la cosa cambiaría. Se podría conseguir ese efecto de apaciguamiento de los problemas internos. Pero de momento parece más una nostalgia que una realidad. Rusia, por otro lado, es muy débil. Yo espero que la guerra de Ucrania no se convierta en una guerra permanente, de esas que duran decenios. Pero, pese a todo, si algo ha quedado demostrado es que Rusia ya no es la gran potencia que había sido la Unión Soviética. No tiene tanto poder como para configurar otra Guerra Fría.

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