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Una poesía que entusiasma

Texto del prólogo de El Ego, la otredad (Editorial Renacimiento), de Daniel Rodríguez Rodero, escrito por Jon Juaristi.

Texto del prólogo de El Ego, la otredad (Editorial Renacimiento), de Daniel Rodríguez Rodero, escrito por Jon Juaristi.
LD

Texto del prólogo de El Ego, la otredad (Editorial Renacimiento), de Daniel Rodríguez Rodero, escrito por Jon Juaristi:

Es obvio que la poesía de Daniel Rodríguez Rodero tenía que llegarme más adentro del corazón y de la mente que la de cualquier otro poeta de su edad, y alguna experiencia tengo en presidir jurados en certámenes de poesía joven. La poesía de Daniel me entusiasma por muchos motivos: por su amor a la métrica de la tradición, tanto culta como popular. Por su desconfianza ante los sentimientos demasiado hinchados. Cuando se infectan las pasiones o simplemente las emociones, como sabía Joyce, hay que saber desinflarlos punzándolos o ponchándolos, para decirlo a la mejicana, con la lanceta de la ironía. Es la tarea necesaria del joven poeta que busca conquistar una voz propia «aprender a pensar / en renglones contados / yno en los sentimientos / con que nos exaltábamos», como prescribía Gil de Biedma. Esta es una lección que DRR tiene, ya no aceptable, sino perfectamente aprendida: quédese el entusiasmo para los lectores de poesía (por ejemplo y, sin ir más lejos, para mí como lector de la poesía de Daniel Rodríguez Rodero) pero absténgase el poeta de dejarse ganar por él durante el proceso de creación, en el que debe predominar el pensamiento sobre la emoción.

Escribir poesía, pese al Unamuno del «siente el pensamiento, piensa el sentimiento», supone una actividad más cerebral que otra cosa, aunque luego la cosa que de ello resulte sea «poesía, cosa cordial». La métrica cumple en tal actividad una función primordial (la de forzar a «pensar en renglones contados» e incluso la de «fablar curso rimado»), pero eso no basta. El nuevo mester fermoso no exige sólo un artificio formal que dote al texto de una eficacia mnemotécnica (imprescindible si uno aspira a producir el memorable speech en que, según Auden, debe consistir un buen poema), sino un contenido que apele a dos de las tres potencias del alma según la filosofía perenne: entendimiento y memoria. Al entendimiento ajeno se accede a través de la argumentación. La poesía debe ser pensamiento, y no porque lo dijera María Zambrano. Cabe recordar, por ejemplo, que el soneto fue creado por gente muy ducha en la lógica escolástica. Pues bien, los sonetos de Daniel Rodríguez Rodero, como en su tiempo los de Dante o Petrarca, son razonamientos articulados e inteligibles, con sus premisas y sus conclusiones. Silogismos o entimemas. El poema no sólo debe poseer una estructura estética, una métrica, sino también una organización lógica y gnoseológica. Debe ayudar al lector a comprender el mundo y la vida y hasta el amor, con toda su carga de absurdo, sufrimiento y sinsentido.

El juego con la memoria tiene que ver con la tradición. Al hablar de la poesía de DRR es muy pertinente, creo yo, recordar aquellas recomendaciones de Auden al poeta incipiente. Debe procurarse este, decía WHA, dos emanaciones de su espíritu: el Modelo y el Censor. El primero viene a ser una media o solución de compromiso entre los mejores maestros que haya tenido en su formación como lector de poesía; el segundo, un crítico que sólo se ocupa de la obra de un único poeta: de la suya propia. El poeta debe escribir teniendo delante al Modelo y con el Censor asomando la cabeza por detrás de su hombro para escudriñar lo que aquel vaya pasando al papel (o a la pantalla) antes de ponerlo en limpio.

El Monstruo de la poesía de Daniel Rodríguez Rodero no es el niño acosado de sus poemas de autobiografía escolar sino el Monstruo de Frankestein en el que van tomando forma unitaria como Modelo los diversos cadáveres exquisitos que le han enseñado poesía: sus muertos queridos. Uno de ellos, don Francisco de Quevedo, escribió, a este propósito, que leer es «conversar con los ojos con los muertos». O algo así. Los muertos con los que Daniel ha conversado son, además del Quevedo solitario junto al curso del Bernesga, Omar Jayyam, Emily Dickinson, los dos Leopoldos Panero o quizá el Leopoldo ofendido por el abominable Neruda y el Leopoldo María sucesivo descrito fílmicamente por Jaime Chávarri y Ricardo Franco. También nuestro maestro común Aquilino Duque y nuestro camarada José Manuel Benítez Ariza. Sospecho que también José Luis García Martín, qué le vamos a hacer. Pero sobre todos ellos, duro y a la cabeza, persiste Borges. La presencia de Borges en muchos escritores de mi generación (y en mí mismo) es comprensible. La simbiosis poética de Daniel Rodríguez Rodero con el mayor poeta de nuestra lengua no lo es tanto. Entre Juan Luis Panero, devoto epígono de Borges, y DRR se interpone más de medio siglo, y, sin embargo, no conozco un soneto borgiano más redondo y perfecto que «Fray Luis de León, 1590». No es un pastiche: es algo más cercano al espiritismo o al candomblé. Daniel escribiendo al dictado del ectoplasma del maestro porteño o poseído por su alma en pena. Sí: sobre todo, en pena. DRR no es, admitámoslo, la Alegría de la Huerta.

He dejado para el final de este escueto prefacio otra presencia fantasmal no confesada, la de Blas de Otero, que asoma en el magnífico soneto «Job increpa a Yahvé». Digo mal: no asoma, lo ocupa todo. Pero es reconfortante comprobar que el Modelo de uno comparte tantas identidades constitutivas –Quevedo, Aquilino, Otero y Borges– con el de un poeta casi tres generaciones más joven, según el computo orteguiano. Aquí entraríamos en otro tema que me encantaría tratar más por extenso, pero que nos desviaría fatalmente: me refiero al de la superioridad de las reglas sobre el gusto o viceversa, esa matraca tan dieciochesca. Pero es que Daniel, al que se le considera más un poeta de las reglas clásicas, es también un poeta del gusto y de la intuición. Familiarizado desde niño con los clásicos gracias a unas aulas cruentas que lo separaron de la vida de los otros, se forjó un gusto paradójicamente romántico por lo clásico, un tipo de gusto como el que pedían los grandes escoceses que veneraba Borges, empezando por Hume. DRR no es todavía un clásico, pero lo será muy en breve, en cuanto el médium se imponga a las Words Upon the Window Pane.

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