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Javier Gómez de Liaño

A propósito del Día del libro

El prójimo, en cuanto razona, es más difícil de manejar. La literatura es peligrosa para quienes desean una sociedad mansa y manipulable.

El prójimo, en cuanto razona, es más difícil de manejar. La literatura es peligrosa para quienes desean una sociedad mansa y manipulable.
La del No Mad Hotel de Nueva York es un ejemplo perfecto de biblioteca creada como un espacio para que los clientes pasen su tiempo, ya que es parte de uno de los cocktail bar. | No Mad Hotel/Benoit Linero

Cada 23 de abril, desde 1988, se celebra el Día Internacional del Libro en recuerdo de Cervantes y Shakespeare, fallecidos ambos en la misma fecha, aunque del primero se dice que fue el día anterior. Se trata de una conmemoración que se festeja en todo el mundo y con la que se pretende, aparte de defender la propiedad intelectual y la industria editorial, fomentar la lectura en cualquier tiempo y lugar. Y ahora, unas cuantas preguntas, a las que trataré de ofrecer cumplidas respuestas.

¿Qué por qué se escribe? Para unos, escribir es siempre un acto de esperanza. Para otros –recuérdese a Goethe–, el escribir es un ocio muy trabajoso. Nulla dies sine linea –ni un día sin escribir algo–, a decir de Unamuno. Un hombre con la pluma en la mano o ante el teclado de un ordenador es algo admirable, ya apoye su razonar sobre nutridas ristras de fichas y documentos, ya sostenga su discernir sobre esa lejana memoria de las cosas que la imaginación aviva.

Para mí, todo lo que pasa por la cabeza de un hombre debe ser llevado a un papel o la pantalla de un ordenador. Siempre hay poderosas razones que empujan a escribir sobre aquello que consideramos de interés. En mi caso, por ejemplo, no pocas veces he declarado la afición al papel de oficio, a los códigos y a los documentos judiciales, por aburridos que parezcan. Quizá sea porque ninguno de ellos sea mala fuente literaria. En los pleitos, como en los sumarios, se cuenta, mejor o peor, que esto no importa, la justicia en cueros, la justicia para uso de quienes probablemente jamás pensaron tener cuentas con la justicia, pues, tarde o temprano, aun sin sospecharlo, todos terminamos siendo carne de juzgado. Además, recuérdese que hubo un tiempo en que el Derecho y la literatura eran tan idénticos que el filólogo Jacob Grimm afirmaba que uno y otra se mecían en la misma cuna. Tan es así que cuentan que Stendhal leía artículos del Código Civil de Napoleón mientras escribía La Cartuja de Parma. Sin ir tan lejos, nuestro genial Miguel Delibes tiene confesado que aprendió a manejar el adjetivo estudiando los manuales de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues.

Dicho lo anterior, ¿para qué sirve un libro? El libro es, sobre todo, para leer. La lectura y el placer que de ella se deriva es el primer y mejor premio que el libro nos ofrece. Será porque como en algún sitio leí, un hombre, con sólo cien libros a su alrededor, bien leídos y releídos, puede, si tiene un poco de suerte, llegar a ser medianamente culto y civilizado. Hay casas en que se come rodeados de libros, se conversa con libros y, casi, casi, se duerme entre libros. Yo conozco bastantes, algunas de ellas habitadas no sólo por escritores. En Las mil y una noches se enseña que un armario de libros es el más hermoso de los jardines y comulgo con la idea de Cervantes –¡cómo no!– de que todo libro, por malo que parezca, tiene algo de aprovechable y útil.

Se admite como un hecho casi probado que la gente lee menos cada día y que cuando se pone lo hace sin demasiado aprovechamiento, lo cual es posible que obedezca a varias y complejas causas, incluida la televisión, aunque no toda la culpa del escaso apego por tener un libro entre las manos sea suya. Es más. Antes de que se inventase, la gente tampoco leía, sino que mataba el tiempo libre, que era bastante, jugando a las cartas o discutiendo de todo lo humano y gran parte de lo divino. Lo que sí creo es que el hábito de la lectura entre los ciudadanos no es cómodo para ningún gobernante, pues el prójimo, en cuanto razona, es más difícil de manejar. La literatura es peligrosa para quienes desean una sociedad mansa y manipulable.

Ahora bien, si leer es un placer, a su encanto no se llega por una senda fácil. Aprender a leer es un rito que, sin embargo, no se precisa para acceder a otras formas de entretenimiento. Hace unos años, durante una visita al Museo del Libro, en Jerusalén, me contaron que en la sociedad judía medieval la iniciación en la lectura se acompañaba de un ritual que consistía en que el niño lamiera la pizarra untada con miel donde estaba escrito el alfabeto hebreo.

¿Cuál es el futuro del libro? Hay quienes predicen una hecatombe para la cultura si el libro desaparece, o, como se dice en el lenguaje técnico, es sustituido por otros sistemas de comunicación. Ignoro lo que habrá de ocurrir, pero lo sí sé es que el libro es un utensilio bien inventado. Como nos recuerda José María Cabello, el libro pesa poco, cabe en un bolsillo, no consume energía –no necesita enchufe ni pilas–, es desechable o almacenable, según convenga, se usa en cualquier lugar –en el mar, la montaña, el tren, el avión, el autobús, en la sala de espera del dentista–, se detiene cuando uno quiere, se puede volver hacia atrás, repetir, saltar varios capítulos, conocer el final desde el principio, combinarlo con otros libros, tomar notas o apuntes, ojearlo, dejarlo en la mesilla de noche, retomarlo de pronto, mantenerlo abierto en las rodillas, dormir con él en el regazo, regalarlo con la seguridad de que el obsequiado disfrutará plenamente, utilizarlo por muchas personas a la vez, dárselo a los niños pequeños y a los ancianos, elegirlo con color o sin él, con ilustraciones o sin ellas y abarcar todo el universo del conocimiento y la sensibilidad humanas.

Sí; leer y escribir es lo más milagroso de cuanto el hombre haya podido imaginar. A mí me agrada pregonar a los cuatro vientos la idea de que la lectura convierte las horas aburridas en gratas y placenteras o esa otra del escudero Marcos de Obregón cuando aseguraba que los libros hacen libre a quien los quiere bien. Como experiencia personal afirmo que la lectura de un gran libro siempre me produjo la emoción de estar conversando con su autor.

En fin, que cuando se lee o se escribe nunca la tristeza, la desilusión o la desesperanza son definitivas.

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