Erika Mann y Hannah Arendt fueron dos mujeres diferentes. Para empezar, una se llamaba Hannah y la otra se llamaba Erika. Una pertenecía a la aristocracia cultural alemana por lo que suelen pertenecer a la aristocracia los aristócratas, es decir, por herencia paterna; y la otra accedió a aquellos círculos del pensamiento ilustrado como suelen hacerlo quienes no tienen a un Premio Nobel esperando en casa, es decir, desde la universidad. Pero también fueron mujeres con vidas semejantes. Para empezar, eran mujeres. Además, ambas eran alemanas. Ambas tenían edades casi idénticas, ambas se opusieron al nazismo y ambas tuvieron que huir de su país para salvarse. Ambas se fueron a Estados Unidos. Concretamente, a Nueva York. Y ambas desarrollaron una actividad intelectual y mediática notoria, moviéndose en los mismos círculos y escribiendo en los mismos medios. "¿Te puedes creer que en ninguna entrada de sus diarios, en ninguna carta que se conserva, se refirieron la una a la otra nunca?". Desde luego, Begoña Quesada, que es quien hace la pregunta, no se lo puede creer.
Pasa una cosa curiosa con la historia y es que, como todo, cuanto más difícil es de analizar, más se simplifica. De ahí que tantos personajes míticos parezcan arquetipos. Y que se confundan con facilidad. La tentación es resumirlo todo diciendo cosas llamativas. Por ejemplo, que Hannah Arendt y Erika Mann tuvieron vidas paralelas. El único problema es que no las tuvieron. No pueden ser paralelas dos líneas encaminadas infinitamente al mismo punto. "Así que Erika y Hannah tenían que converger". Cruzarse en un punto y seguir después hacia otros lados diferentes. Como hacen casi todas las vidas, por otro lado, pero de forma más evidente cuando el entorno es una guerra.
La idea es sugerente y por eso Quesada ha titulado a su novela Líneas de fuga (Edhasa). En realidad, cualquier exiliado lo es. Parte de su más absoluta cotidianidad y endereza su huida persiguiendo un camino único e incomparable. Los que tienen suerte se acaban encontrando en ese punto compartido al que llaman salvación. Y después sus vidas prosiguen, cada una por su lado, dibujando nuevas formas, cada una con su perspectiva personal.
"No es lo mismo salir de Alemania como salió Erika que como salió Hannah", explica la escritora. Y sin embargo, se tenían que encontrar. Erika Mann partió en una situación acomodada junto a su hermano Klaus, antes de que las cosas estallasen del todo, e incluso pudo permitirse atravesar España casi por capricho, con ánimo de relatar su propia guerra. Arendt, por su parte, tuvo que esquivar los escombros para huir. Pero las dos, a su manera, vivieron el martirio del desarraigo y lograron dejar un testimonio vivo de lo que fue la locura de su tiempo, de todas las desgarraduras intelectuales que debieron aprender a sobrellevar.
Líneas de fuga puede leerse de muchas formas. Puede leerse siguiendo primero el periplo de los Mann y después el de Arendt o puede leerse al revés. "Al ser dos líneas de fuga que vienen de puntos distintos, se expresan diferente. Ni siquiera el narrador es la misma persona", dice Quesada. Uno narra en pasado y otro en presente, hasta que las dos se encuentran, siempre al final. La autora ha indagado todo lo que ha podido en lo que dejaron sus tres protagonistas principales. En todos sus escritos, en todas sus cartas, en su obra. Y ha querido reinventar un periplo que fue el de toda Europa, pero que sigue repitiéndose en cada época, en cualquier lugar en el que haya humanidad.
Por ejemplo, es llamativa la relación de los "gemelos Mann" con su padre. El odio y la envidia, el amor vicioso, el cariño, la emoción. Los hijos le reprochan al monstruo de las letras alemanas que no hubiera tenido las mismas agallas que su hermano, que llegara tarde a la denuncia del nazismo. Junto a él, se atreven a increpar a toda la cúpula de intelectuales liberales. Les acusan de no mojarse seriamente, de no comprometerse políticamente y de quedarse meramente en vagas elucubraciones acerca del espíritu, sin atreverse a combatir más férreamente el mal. No soportan su supuesta hipocresía, pero no son capaces de darse cuenta de la suya propia, pues tampoco ellos eran conscientes de estar llegando tarde a denunciar el otro gran totalitarismo del siglo, ese que ya teñía de rojo el suelo de la civilización.
Cada uno escoge su camino, a partir de la debacle. Erika evolucionará y se aproximará a su padre. Klaus, tiempo después, se suicidará. Y Arendt… "Erika sufre mayores cambios que Arendt", dice Quesada. "Hannah es más coherente a lo largo de su vida. Es más sólida desde el principio. También evoluciona, pero en una línea más recta". Erika no tiene las cosas tan claras desde el principio y debe ir encontrando ideas fuertes a medida que las certezas se tambalean a su alrededor. Klaus, por su parte, sucumbirá. "Yo creo que terminó dándose cuenta de sus contradicciones. Él iba a congresos de escritores en la URSS a mediados de los años veinte. Cuando termina la guerra, sin embargo, me da la sensación de que acaba profundamente decepcionado por la realidad. Quizás se dio cuenta de su propia hipocresía. Es una interpretación".
En cualquier caso, las suyas fueron vidas que no se pueden comprender repitiendo cuatro tópicos. "Hace falta acercarse a ellos, esforzarse por entender su manera de analizar su propio tiempo y de posicionarse ante él". Sólo así se aprende bien qué fue exactamente el cataclismo de mediados del siglo XX. "Porque la literatura, al final, no es más que eso. Un intento de entender, más que un intento de explicar".