
Esta es la historia de un volumen. También se trata de un volumen sobre historia. Pero, sobre todo de lo primero. De 1.446 páginas (1.384 si omitimos los índices), un delirio en tiempos del libro electrónico, una envergadura que ni el propio libro puede soportar en su dura, aunque frágil edición. A la vez que se lee, el libro se va deformando, incluso autodestruyendo. Es demasiado pesado para leer de pie, para llevar en la mochila o cartera. Lo mismo ocurre con la paciencia del lector, ante el lento devenir de las páginas y las notas a pie de página, verdaderos relatos en sí mismas. Pero no piensen que me he detenido en lo superficial: el contenido se puede ver sobrepasado por el continente, pero ambos compiten en pesadez.

Hablamos del último título del superventas Simon Sebag Montefiore, el historiador británico que ha rozado la gloria de la crítica y la sustancia del éxito económico con sus libros sobre los Románov y Stalin. El autor se caracteriza por zarandear al lector con su prosa vertiginosa, su mareante catálogo de personajes principales y secundarios, su constreñimiento de datos y anécdotas capaz de apasionar y empachar a la vez. Es imposible digerir más de 50 páginas suyas diarias: el cerebro no lo asimila.
En este sentido, El Mundo: una historia de familias (Editorial Crítica) condensa todo aquello de lo que es capaz el escritor. La premisa es realmente seductora: un recorrido por la historia a través de sus grandes sagas, de los Ming a los Médici, de los Khan a los Trump. Y como es su premisa, la pisotea a su gusto. Nos encontramos ante la historia completa y absoluta del ser humano. Por supuesto, aparecen sagas y dinastías. Pero no son ni mucho menos el foco de la narración. Por mucho que los títulos de los capítulos estén dedicados a los grandes apellidos que han marcado el devenir de los tiempos, Sebag Montefiore los pinta con trazo grueso, de forma arrebatada. No se toma el lujo de detenerse ni resultar explicativo, puesto que su cometido, como digo, es más ambicioso: narrar todos los hechos de la historia de la humanidad, en todos los continentes, desde los primeros vestigios del hombre hasta la guerra de Ucrania. Las familias son el accesorio de los hechos, nunca los detonantes. Un enfoque que prometía ser innovador parece haberse quedado reducido a un subtítulo en la portada.
Una vez asumida la decepción, el libro puede disfrutarse siempre y cuando uno pase por alto la acumulación de erratas en la edición española, verdaderamente inédita en un libro de tamaña promoción y menos esperable aún de una editorial como Crítica. No pongo en duda la extenuante labor de traducción que han llevado los dos profesionales que se han repartido los capítulos. No hay desequilibrio estilístico, lo cual es de agradecer. Pero el rosario de faltas ortográficas y gramaticales tampoco exonera a ninguno de los dos. Por mencionar algunas: traducciones sin sentido como "pereza de pícaro" (página 144) o "salvar la cara" (p. 627); falta de concordancia como "su único aliado, Eusebia" (p. 224), "los pueblo" (p. 329); "Emperatriz Luz" en lugar de Lu (p. 146), así como un "japón" (p. 1138), "Palestino" (p. 1180), "Triers" en lugar de Tréveris (p. 912); frases directamente sin sentido, como "hacer tofes a la política detallada" (p. 832), "allo fslismo" (p.1191) "a lo largoallo fintas" (p.1227) y deslices imaginativos como "Hitler repudiaba el extremismo de Hitler" (p. 1102).
Este desesperanzador panorama empaña momentos deslumbrantes y reveladores que uno experimenta en su lectura. Se desmitifican grandes escenas históricas que todos teníamos asumidas (no es seguro que Cleopatra se suicidara con un áspid, ni está probado que Nerón incendiara Roma ni hay evidencia alguna de la famosa frase "¡Que coman pasteles!" de María Antonieta). Se desempolvan fascinantes personajes como Belístique, la primera mujer que participó en las Olimpiadas; Ying Zheng, el primer emperador chino, que murió debido a la ingesta excesiva de pociones para la inmortalidad; Valentiniano, el peculiar emperador romano que se iba de gira con dos osos; Walada, princesa y poeta bisexual de la Córdoba islámica; Alejandro de Médici, primer y único gobernante europeo no blanco (apodado Il Moro), así como la hija inventora de Sissí Emperatriz o el sobrino nieto de Napoleón que fundó el FBI.
También ha pensado Sebag Montefiore en los amantes de los relatos tremebundos: hay un verdadero recreo en estampas como la de la pestilencia de los pies del papa Julio II debido a la sífilis, el kebab humano que fabricaron (con consumo incluido) a partir de un visir del sultán otomano Ibrahim I, o los asesinatos (víctimas cosidas a pieles de oso o asadas en parrillas) y orgías (en un monasterio destinado a tal fin) que dieron el merecido sobrenombre a Iván IV El Terrible.
Respecto a la porción española del pastel histórico, el autor muestra la correspondiente fascinación por Carlos V y Felipe II, pero despacha la relevante Guerra de Sucesión con un par de líneas y no se sonroja al afirmar que Alfonso, el trágicamente fallecido hermano de Juan Carlos I, era el mayor de los dos. En cambio, sí repite hasta en cuatro ocasiones que el abuelo de Donald Trump poseía un burdel. Un dato sin duda trascendente.
Apasionante, exigente y sorprendente a la vez que caótico y frustrante, este libro es un ejemplo de que un gran conocedor no es siempre un gran divulgador. Como reto pueden proponerse leerlo, sabiendo que concluirlo es más una experiencia física que intelectual. Juzguen ustedes.
