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Jesús Fernández Úbeda

Vargas Llosa desveló quién mató a Palomino Molero

La novela es una excusa fácil y eficaz para acercarse a ese descomunal tótem literario que es el Nobel y académico.

Mario Vargas Llosa, en un acto literario en Málaga en 2022. | Cordon Press

Del abrevadero literario de Vargas Llosa nunca fui el más fiel parroquiano. Me zampé la excelsa La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000) hace unos trece o catorce años y, maravillado, justo después le hinqué el colmillo a su ensayo La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), que me pareció terriblemente pedante –una lectura contemporánea cambiaría, creo, mi opinión–. En ese agujero negro de madera que es mi estantería de libros pendientes quedó atrapada una vieja edición, tocha, desgastada y cetrina, de La guerra del fin del mundo (Seix Barral, 1981), y por ahí ronda todavía. Mientras, el Nobel ascendía al Olimpo rosa con Isabel Preysler, la crítica desdeñaba sus últimas obras, y yo, perezoso, prejuicioso e idiota, lo arrinconaba recordando lo escrito por un Umbral ebrio de envidia en su ponzoñoso y divertidísimo Diccionario de Literatura. España 1941-1995 (Planeta, 1995): "Faulkneriano en su primera novela, incomprensible en la segunda, realista aburrido y numeroso en las siguientes (…) Un ensayista perdido en la novela, en fin, como tantos".

Volví a Vargas Llosa no ha mucho, por noviembre, después de toparme en una librería, improbable o milagrosamente, con una de sus novelas menos conocidas, la policíaca ¿Quién mató a Palomino Molero? (Alfaguara, 1986). Me gustó su título, su sinopsis y, por su longitud –178 páginas–, la consideré un instrumento ideal para reengancharme –o no– a la bibliografía de un titán de la literatura en español. Y, ¡jijunagrandísimas, qué bien me lo he pasado con ella!

De qué va la vaina: el cabo Lituma y el teniente Silva de la Guardia Civil investigan, en el Perú de los cincuenta, la muerte criminal de Palomino Molero, cuyo cadáver fue hallado "ahorcado y ensartado" en un viejo algarrobo, con "la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre reseca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillos", y a quien "habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna". Silva/Holmes y Lituma/Watson van descubriendo, sin excesivo suspense, mas con unos personajes muy bien perfilados y unos diálogos estupendos, que tras el asesinato se encuentra el coronel Mindreau, por eso de que Palomino rondó a su hija –"No es una chica normal, es chifladita"– y el militar no lo quería como yerno. Los Mindreau esconden un turbio secreto y la cosa acaba como el rosario de la aurora, y ya no destripo más.

"Luego de haber dedicado más de tres años y afanosos –cuenta el académico en la reedición de 2008– empeños a La guerra del fin del mundo, escribir ¿Quién mató a Palomino Molero? fue como una vacación, como un premio, y un secreto homenaje a las películas policiales, un género predilecto desde que empecé a ir al cine en mi infancia cochambina". Le inspiró el asesinato de un "joven avionero de la base aérea militar de Talara" que fue silenciado por "los manes de la dictadura que sufríamos los peruanos en los años setenta". Fabiola Castillo, en la revista Castilla: Estudios de literatura (N.º 10, 1995), concretaba más y apuntaba a un reportaje publicado en la revista Caretas, el 2 de noviembre de 1978, que se ocupaba del asesinato de un tal José Abad Saldarriaga: "En las dos historias, la víctima fue encontrada ahorcada en un árbol de algarrobo por un joven pastor que fue a la Guardia Civil para informar del crimen. (…) Abad Saldarriaga ingresó como voluntario en la Base Aérea de Talara y él, como Palomino, sostenía una relación amorosa con la hija del coronel, jefe de la Base".

¿Quién mató a Palomino Molero? es, en definitiva, una excusa fácil y eficaz para acercarse a ese descomunal tótem literario que responde al nombre de Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Liberado sobradamente de mis prejuicios imbéciles, ando al acecho de La tía Julia y el escribidor y, tras la insistencia del compay Carmelo Jordá, de Conversación en La Catedral. En fin, más vale tarde. Gloria in excelsis Mario.

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