Gatsby digital. En el centenario de la gran novela de F. Scott Fitzgerald
El Gran Gatsby salió a la venta el 10 de abril de 1925. La novela había sido escrita al menos cinco años antes. Su incepción estuvo rodeada por la irrupción de una multitud de novedades tecnológicas.
-Aprendo geografía preguntando a los taxistas de dónde vienen.
-Vienen del horror y la desesperanza.
Manhattan. Un día de abril.
Abrumado por el insomnio y la pertinacia de la conciencia, Eric Packer, veintiocho años y as de las finanzas, decide atravesar la isla el día menos indicado. Packer se desplaza de Este a Oeste a bordo de una limusina mejor equipada que un jet corporativo. Máquina de última generación, la nave es la intersección perfecta de los mundos análogo y digital. El interior, pletórico de pantallas conectadas a los azares de los mercados mundiales, es a prueba de balas y hackers. El piso ha sido revestido con marmol de Carrara, de las canteras donde estuvo Miguel Ángel hace medio milenio.
El presidente de Estados Unidos visita la ciudad de Nueva York. La policía ha cortado calles a lo largo y ancho de Manhattan. Como en la Odisea, la travesía está destinada a demorar varias veces el tiempo usual de viaje. Multitudes exaltadas -¿acaso existe otra clase de multitud?- y autoproclamados anarquistas bloquean el tránsito, apelan a la violencia. Mientras tanto, Packer aniquila masivas cantidades de tiempo para satisfacer un doble desafío: apostar viciosamente contra el Yen y cortarse el pelo en la barbería de su infancia, en el extremo oeste de la isla tomada, en las antípodas de su desmesurado triplex desde donde pueden verse puentes, estrechos y sonidos más allá de los suburbios, hasta macizos de cielo y tierra en la lejanía profunda.
Cosmópolis, novela de Don DeLillo publicada en 2003, convoca a El Gran Gatsby, la obra más celebrada de Francis Scott Fitzgerald.
Sellado, aislado del ruido exterior pero conectado hasta la saturación con índices, fobias y otras íntimas obsesiones, Packer sortea peripecias de toda especie. Como en un sueño, vastas y heterogéneas situaciones se suceden en un breve período de tiempo, sin superposición ni transparencias. Ambas misiones, derrotar a la moneda japonesa y a la multitud en la calle son empresas imposibles. Packer no cree en la versión de la razón presentada por sus asesores, una elite de tecnócratas a los cuales consulta con obsesión compulsiva conforme suben y bajan del vehículo como vendedores en vagón de metro. Eric es un pragmático acérrimo -los taxistas vienen del horror y la desesperanza le dice a Elise- aunque no inmune al imperio del misticismo. Sabe que la naturaleza humana es un misterio insondable pero prefiere creer en los controles diarios para conjurar lo inevitable, como el ineludible deterioro de su próstata asimétrica.
100 años de Gatsby
El Gran Gatsby salió a la venta el 10 de abril de 1925. La novela había sido escrita al menos cinco años antes. Su incepción estuvo rodeada por la irrupción de una multitud de novedades tecnológicas que cambiarían durante casi un siglo completo la percepción del mundo material, de las relaciones personales y del rol del trabajo, factor planetario, perenne y protagónico del absurdo humano. Nuevo es una de las palabras recurrentes pronunciadas por Jay Gatsby cuando se refiere a mecanismos sin antecedentes en el siglo XIX.
Como observa Guy Reynolds en su ensayo The constant flicker of the American scene,
"El Gran Gatsby es una novela de detalles sesgados pero precisos, como si fuesen pequeños componentes del vasto mosaico de la vanguardia americana. Es moderna, y por lo tanto no Victoriana, debido a su aguda receptividad a las novedades tecnológicas surgidas cuando el autor nacía (1896) y consolidadas entre 1910 y 1920. Fitzgerald había crecido en la era del caballo, la iluminación a gas y el ferrocarril. En 1925 Estados Unidos ya era el país de la electricidad, los automóviles y los teléfonos."
Automóvil, electricidad, teléfono. La tríada es protagonista central en Gatsby. Tampoco pasan desapercibidos el cine, la luz de neón y la máquina fotográfica de última generación. Entre 1888 y 1889 George Eastman había presentado al público dos inventos revolucionarios: la cámara Kodak y el film hecho a base de celuloide.
DeLillo escribió Cosmópolis casi un siglo después, en los voraces ’90, la década de Internet, el correo electrónico, Google y la telefonía celular. Las comunicaciones pasaron de ser rápidas a instantáneas. En un parpadeo -a flicker, le gustaba decir a Fitzgerald siguiendo a Joseph Conrad- se extinguieron una multitud de certezas, usos y costumbres. Los jóvenes finiseculares, Gatsby y Packer entre ellos, sintieron con rigor inusual, en el cuerpo y en la mente, la exigencia de abandonar un mundo que se desmaterializaba por día para comenzar a adaptarse a otro que crecía por segundo. DeLillo hace la transliteración del vocabulario previo a la digitalización a los modos contemporáneos de expresión: frases breves, punzantes stacattos y oraciones truncas, cargadas con información dura. El teléfono primero y la era digital después consagran al neologismo y al anacoluto como las figuras retóricas dominantes. En este sentido, Gatsby y Cosmópolis son ejercicios cartográficos de dos universos distanciados y superpuestos.
El Gran Gatsby es, también, un melodrama. Pero no solo sobre el amor entre Jay y Daisy sino del amor de Fitzgerald por la modernidad que brota incontenible, con la intensidad de un fenómeno de la naturaleza. La historia es un inventario de inventos, de novedades tecnológicas. El autor se jacta de ser testigo afortunado de la metamorfosis del mundo. Como si la novela fuese un palimpsesto su perplejidad se trasluce en cada página. Los objetos -mansión, autos, ropa- se sostienen en una exposición central, representantes de poder, de dinero. Daisy no le dice a Gatsby que lo ama pero hace comentarios sobre su apariencia. "Mientras admirábamos su vestuario, él trajo más prendas y la suave pila continuó creciendo: camisas a rayas, con volutas y cuadros en coral, verde manzana, lavanda, naranja tenue y monogramas de color azul. Son tan bonitas", sollozó, con la voz amortiguada por los géneros que había llevado a su boca. "Me entristece porque nunca antes había visto camisas tan hermosas".
En Cosmópolis, en cambio, las pertenencias de Eric son incidentes menores en un anecdotario. La exagerada limusina, un Tupolev Tu-160, bombardero soviético comprado sin misiles de crucero por expresa prohibición del Departamento de Estado; el estupendo triplex con espacio suficiente para albergar la Capilla Rothko -otra de las obsesiones de Packer- y dos ascensores privados, el que avanza a un cuarto de la velocidad normal con música de Eric Satie y el otro, veloz, en donde vibra Brutha Fez, rapero Sufi, son algunas de las adquisiciones diseminadas a lo largo de la historia. Las menciones, sin embargo, son orgánicas, funcionales a la ocasión, nunca materia de presunción.
En la incipiente era digital el dinero sufre una radical alteración ontológica. Vija Kinski, experta en teoría y uno de los numerosos visitantes levantados por Eric durante su anábasis a la barbería, arroja nueva luz sobre la naturaleza de lo nuevo: "La riqueza ha pasado a ser riqueza por y para sí. Como las pinturas de caballete hace ya tiempo, el dinero ha perdido sus cualidades narrativas. El dinero habla solo para sí mismo y la propiedad ya no tiene relación con el poder, la personalidad, el mando. No se trata de un despliegue de vulgaridad o de buen gusto porque ya no posee peso ni forma definidos. Lo sustancial es el precio pagado. Tú mismo, Eric, piensa. ¿Qué has comprado por ciento cuatro millones de dólares? No han sido docenas de habitaciones, una panorámica incomparable, ascensores privados. Ni han sido el dormitorio giratorio y la cama informatizada. No han sido los espejos que te dicen cómo te sientes cuando te miras en ellos por la mañana, no. Ese precio lo has pagado por el número en sí. Ciento cuatro millones. Esto has comprado. Y bien lo vale. El número se justifica por sí mismo. Hoy, el dinero genera tiempo. Ayer era al revés." Afuera, en la calle, la turbamulta azota el vehículo. Eric, absorto, observa la incomprensible euforia y recuerda, a medias, la celebrada línea de Zbigniew Herbert: la rata es la nueva unidad de cambio. "El talento es más erótico cuando es dilapidado", le recuerda Didi Fancher, otra asesora.
No es temerario ver en Eric el desarrollo completo, la apoteosis tardía de Nick Carraway, el narrador de Gatsby, aspirante a agente de bolsa y espejo en el cual Eric podría reflejarse con cien años menos pero sin los estragos causados por el alcohol. Si Eric es as de las finanzas con rango científico, Nick es el ur-financier, avatar del conocimiento pre-científico de la disciplina. "El negocio de los bancos es como la alquimia", afirma. En sus viajes de Long Island a Manhattan a bordo de la máquina del futuro, el automóvil, Nick observa el pasado cuando cruza un sector post-industrial literalmente denominado valle de cenizas. Por su parte, Eric, al mirar por la ventana de la limusina, también ve el pasado, solo que en su caso lo hace desde una cápsula, no del futuro sino de un presente ajeno a las mayorías. Reynolds afirma que Gatsby es una novela perteneciente a la especie del bucolismo urbano. Quizas por ello muchos lectores la recuerdan intensamente atmosférica. Los efectos ambientales -luz,color- son responsabilidad del detallismo de la prosa de Fitzgerald. La imaginaria iluminación eléctrica genera un extraño efecto lírico y remite a los juegos de colores y sombras en la producción de Edward Hopper. A Carraway le sorprenden "esas nuevas bombas de gasolina suspendidas sobre charcos de luz".
Cosmópolis pertenece al registro cyberpunk, especie distópica, fusión de marginalidad con alta tecnología. Desde el asiento trasero de la nave blindada Eric observa el desorden, la mugre, la multitud caótica, insolente e inexplicablemente frenética, las viejas consignas, las viejas costumbres, la patética euforia militante. La multitud alienada protesta contra el futuro. "La gente vive a la sombra de lo que nosotros hacemos", exclama uno de sus asesores. Eric contempla asombrado cómo lo viejo se resiste a desaparecer. Hasta la palabra computadora suena retrasada y estúpida. Ambas novelas transmiten con precisión la sensación de extrañamiento existencial de los protagonistas. Gatsby y Eric viven en dos mundos diferentes, montados sobre un perpetuo diferencial: la enérgica actividad de la actualidad y la latente pasividad del pasado. Eric Packer es un adelantado -dinero, poder, conocimientos- del primer lote, el primer intangible.
Tanto Gatsby como Cosmópolis destacan los beneficios de la innovación sin perder de vista el revés siniestro, el lado oscuro que cada ola tecnológica trae consigo. Jay Gatsby se vale del teléfono, artilugio revolucionario que redujo los Estados Unidos al tamaño de un pueblo de provincias, para comunicarse a diario con su turbia red de contactos en Detroit y Chicago. Eric Packer dispone de la tecnología digital que transforma lo sólido en líquido y lo líquido en gaseoso. En los dos casos se trata de una herramienta estratégica utilizada por un personaje clásico de la ficción americana: el timador. Fitzgerald, apunta Reynolds, entendió que el teléfono había alterado los modos de escuchar y de hablar. Los nuevos intercambios a distancia eran nerviosos e imprecisos, plagados de coloquialismos y argot. Las conversaciones telefónicas pueden revelar tanto como ocultan al no ser posible ver el lenguaje corporal del interlocutor. Irónicamente, el catálogo de intercambios registrados en la novela sugiere que en la era en la cual la comunicación debió ser más fácil los malentendidos se multiplicaban. El Gran Gatsby y Cosmópolis permiten imaginar las historias de estafadores de Mark Twain's reescritas para la edad de las máquinas. El timador -con man- ejecuta a la persona engañada luego de ganar su confianza y de inducirla a creer en su palabra. Su figura ocupa el centro del espacio escénico en ambas narraciones. En las dos novelas la tecnología es un arma decisiva en el inframundo de la simulación y el embuste.
En Cosmópolis se traslucen desde el comienzo las intenciones ocultas, las trampas y las maniobras. El crimen está dentro y fuera del majestuoso vehículo, en el ámbito público y en el privado. En quienes ganan billones y en quienes alientan gestas patéticas con forma de manifestaciones callejeras. Lo no dicho da sentido a lo enunciado y la duplicidad, insinuada por equívocos y silencios, se trasluce del principio al final de la expedición al no tan cercano Oeste. Siempre alerta, en estado de vigilia permanente (su insomnio no es accidente), Packer le recuerda a su jefe de seguridad cibernética: La reputación es un asunto delicado. Se puede llegar al cielo por una palabra y caer al vacío por una sílaba. Fitzgerald y DeLillo reivindican al Sueño Americano como épica sólo accesible a una élite dispuesta a ver la realidad y no la idea que tienen de ella. Las guerras siempre las ganan los pragmáticos, nunca los soñadores. Si Gatsby es una nítida metáfora del último estallido tecnológico de la sociedad industrial análoga, no debería considerarse impropio analizar Cosmópolis como poética parábola del albor de la inconcebible sociedad digital.
Jack Clayton en 1974 y Baz Luhrmann en 2013 tradujeron El Gran Gatsby al lenguaje de la imagen en movimiento. El primero redujo el material a una ligera aventura amorosa en formato de telefilm; el segundo elaboró una pieza de impactante esplendor visual pero sin hacer foco en la fuerza gravitatoria que confiere peso y movimiento al relato. David Cronenberg, director de Cosmópolis (2012), leyó a DeLillo al pie de la letra. De hecho, declaró que escribir el guión apenas le demandó una semana. "Todo estaba ahí. Solo me dediqué a separar diálogos."
"El Gran Gatsby -dice Reynolds- es una novela sobre producción que ha servido de ejemplo para emprendedores posteriores: los novelistas estadounidenses del siglo XX residentes en el territorio demarcado por Fitzgerald. Autores contemporáneos como Don DeLillo, Thomas Pynchon y Brett Easton Ellis no dejan de fascinarse por las relucientes superficies de los Estados Unidos (la satisfacción que el constante parpadeo de hombres, mujeres y máquinas provee al ojo inquieto). Fitzgerald era un productor de bienes tan estadounidense como Henry Ford. Al igual que uno de los primeros automóviles epónimos, el estatus de Gatsby reside no sólo en su perspicacia tecnológica sino también en su cualidad de modelo resonante para creadores posteriores: los escritores que continúan leyendo a los Estados Unidos como acontecimiento brillante, invariable y recurrente."
Packer y Gatsby anhelan recrear al pasado. Eric, en la barbería donde, hipnotizado, miraba como Anthony rasuraba a su padre. Gatsby, con Daisy, el amor perdido. Previsiblemente, ninguno alcanza el objetivo. La ilusión de recuperar un espejismo es para ambos el último estertor, desenlace y resplandor final en donde se miran a sí mismos con una mueca de estupor y desdén.
Ambos materiales poseen la inestimable virtud de la ambigüedad y se leen como despiadadas alegorías de la era del ocio tóxico, etapa terminal de las ilusiones heroicas de los primeros colonos y los Padres Fundadores. Los diferentes ciclos de la decadencia industrial, del siglo XVII en adelante, han sido progresivamente arrasados por la ideología consumista, la destrucción de la naturaleza, la insensata multiplicación humana y la pereza suicida. La prosecución de la libertad y la felicidad, observa Reynolds, se ha convertido en la disyuntiva entre elegir un campo para jugar al golf o una tienda en donde comprar camisas.
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