20 años de la muerte de Cabrera Infante: la cena en Londres del castrista, el anticastrista y el castrista que pasó a ser anticastrista
Se cumplen 20 años de la muerte de Guillermo Cabrera Infante. La dictadura le había robado su patria, y él, con su prosa barroca, lúdica y erudita, se vengaba convirtiendo la memoria de La Habana en literatura.
Ahora están los tres muertos, pero una noche de 1968, quizás 1969, se reunieron en una casa modesta. Entonces eran escritores prometedores, pero pobres como ratas. Al menos, de vez en cuando tenían que matar una rata en sus domicilios. Como si fuese un chiste, un cubano, un colombiano y un peruano cenaron, acompañados de sus esposas, en Londres. Hablaron, claro, en español, como hacen cuando quedan en el parlamento, herriko tabernas o saunas, el vasco Otegi, el catalán Puigdemont y el madrileño Sánchez que en la intimidad se olvidan de postizos lingüísticos en forma de pinganillos. El cubano y el colombiano no tenían nada que decirse porque uno era furiosamente anticastrista y otro rabiosamente fan de Castro. Vargas Llosa todavía era socialista y admirador de la revolución castrista, pero pronto se pondría inequívocamente de parte de la libertad, la democracia y Guillermo Cabrera Infante. García Márquez, sin embargo, nunca dejó de admirar la tiranía de su amo, Fidel Castro, también fallecido.
Los tres tienen, al menos, una obra maestra. El castrista, Cien años de soledad (1967); el anticastrista, Habana para un Infante difunto (1979); el castrista que pasó a ser anticastrista, La guerra del fin del mundo (1981). En cuanto a premios, gana Vargas Llosa, con el Nobel (2010) y el Cervantes (1994), mientras que Cabrera Infante ganó el Cervantes (1997) y García Márquez se tuvo que conformar con el Nobel (1982). Sin embargo, de los tres, fue el cubano el que nunca pudo volver a su país por la dictadura comunista que lo declaró proscrito, mientras que el colombiano se tomaba daiquiris con Castro (y Felipe González cuando entraba en los cabarets cubanos con el donaire con el que Ábalos pernoctaba en el parador de Teruel).
Aquella noche londinense, el cubano, el colombiano y el peruano compartieron de platos sencillos y aspiraciones descomunales. El español de tres países fluía como un río que quisiera ser océano: el acento caribeño de Cabrera Infante, con su cadencia musical y sus giros habaneros; el deje costeño de García Márquez, meciéndose como las olas del Caribe; y la dicción precisa, aristocrática, de Vargas Llosa, el eco de su Arequipa natal.
¿De qué hablaron?
De literatura, supongo, porque la política les separaba como les unía el idioma. Hablarían de Joyce, de Faulkner, de Borges, ese Espíritu Santo argentino que sobrevuela toda la literatura en español (por una de esas ironías borgeanas, nunca le concedieron el Nobel y el Cervantes (1979) tuvo que compartirlo). No hablarían de las revoluciones que, como las literarias, agitaban Hispanoamérica, con sus promesas de justicia y sus abismos de sangre. Lo contó así Cabrera Infante:
"A pesar de que Mario era un anfitrión animoso, no teníamos absolutamente nada de que hablar García Márquez y yo. De pronto él parecía encontrar su tema, que era el código de supersticiones de la pava, que era venezolano pero el colombiano se lo cogió como propio. Yo no tenía idea de lo que era lo pavoso, pero recuerdo que se trataba de no llevar calcetines con sandalias y cosas así."
Cien años de soledad, la obra maestra de García Márquez, pesaría en aquella cena. Convertía al colombiano en el primus inter pares de una generación de bronce impresionante en español, solo comparable a la generación de plata del 27 y en la estela de la generación de oro de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope… La novela, con su Macondo mítico y su saga de los Buendía, no solo consagraría al colombiano como una de las voces más universales de la literatura, sino que también lo convertiría en un símbolo del boom latinoamericano. Su Nobel en 1982 fue casi una formalidad, un reconocimiento a una obra que había trascendido fronteras y lenguas. Pero García Márquez, "Gabo" para los amigos, nunca dejó de ser sumiso a Fidel Castro. A diferencia de Borges, por tanto, sus credenciales "progresistas" era inmaculadas porque la complicidad con la miseria política nunca ha devaluado una obra en la izquierda literaria. Sus visitas a La Habana, sus charlas con el dictador, sus daiquiris en El Floridita, eran más que anécdotas: eran una declaración de principios. Para él, la revolución cubana era una causa noble, aunque para los no abducidos por las utopías igualitarias fuese obvio que era una dictadura que aplastaba libertades. Su fidelidad perruna a Castro, uno de esos casos de ceguera voluntaria que tanto proliferan en la rive gauche, no marcaron sus libros, pero sí su su reconocimiento social y su prestigio institucional.
Cabrera Infante, en cambio, no podía ser más opuesto. Su Tres tristes tigres (1967) y más tarde Habana para un infante difunto (1979), eran un canto nostálgico y a la vez desgarrador a una Cuba que ya no existía, la de los cabarets, los boleros y las noches habaneras antes de que el castrismo lo transformara todo en un decorado gris, macilento, oprobioso. Hijo literario de Lezama, de Carpentier, de Huidobro, hermano de Reinaldo Arenas y Severo Sarduy, todos ellos represaliados por la izquierda. Exiliado en Londres, Cabrera Infante llevaba la isla en el alma, pero no la ideología que habían impuesto a sangre y fuego la familia Castro, los grandes mafiosos que sucedieron a los Corleone, solo que sin su inteligencia, su glamour y su creación de riqueza. Su anticastrismo era visceral, no solo político, sino profundamente personal. La dictadura le había robado su patria, y él, con su prosa barroca, lúdica y erudita, se vengaba convirtiendo la memoria de La Habana en literatura. Su Cervantes en 1997 fue un reconocimiento a una obra que, aunque menos leída que la de sus compañeros de mesa, era un prodigio de estilo, daiquiris y melancolía. Pero el exilio lo marcó para siempre: mientras García Márquez brindaba con Castro, Cabrera Infante no podía ni pisar su tierra.
Vargas Llosa, el más joven de los tres, aún no había publicado La guerra del fin del mundo (1981), pero ya mostraba esa ambición desmedida que lo llevaría a ser uno de los grandes. En 1968, todavía era un socialista convencido, un admirador de la revolución cubana, pero su desencanto estaba a la vuelta de la esquina. La represión del régimen castrista, especialmente el caso Padilla en 1971, donde el poeta Herberto Padilla fue encarcelado y humillado, marcó un punto de inflexión. Vargas Llosa rompió con el castrismo y abrazó la causa de la libertad y la democracia con una vehemencia que lo llevaría a enfrentarse no solo a García Márquez, sino a buena parte de la izquierda hispanoamericana. Su Nobel en 2010 y su Cervantes en 1994 coronaron una carrera prolífica, pero también polémica porque, como en el caso de Borges y Cabrera Infante, el poder cultural lo detentaban los popes socialistas. La guerra del fin del mundo, con su retrato épico de un Brasil convulsionado por el fanatismo, no solo era una obra maestra, sino un reflejo de su nueva postura: las utopías, cuando se imponen por la fuerza, terminan en tragedias.
Aquella cena en Londres fue, en cierto modo, un microcosmos del boom latinoamericano: una mezcla de talento, pasión y contradicciones. Los tres escritores, junto a otros como Julio Cortázar o Carlos Fuentes, pusieron a Hispanoamérica en el mapa literario mundial, pero también encarnaron las tensiones de una región marcada por revoluciones, dictaduras y exilios. García Márquez, con su realismo mágico, dio voz a los mitos y las tragedias del continente, incluso siendo él mismo parte del problema; Cabrera Infante, con su prosa barroca y nostálgica, lloró y río por una Cuba masacrada por el comunismo; Vargas Llosa, con su rigor intelectual, exploró las complejidades del poder y la libertad. Sus obras, tan distintas, compartían un mismo origen: la necesidad de contar historias que fueran más grandes que la vida misma.
Hoy, los tres están muertos, pero sus espíritus siguen vivos. Al cubano y al peruano les gustaría saber que en Francia los futuros profesores de español tienen que estudiar "El caso Padilla", la película de Pavel Giroud basada en la autocrítica que los comunistas le obligaron a realizar al poeta Heberto Padilla en 1971, después de varias semanas de detención en la sede de la Seguridad del Estado. Escribí en estas páginas a propósito del documental de Giroud.
"El caso Padilla, la extorsión al poeta para que confesase lo contrarrevolucionario que eran sus versos y sus críticas, abrieron los ojos a algunos, como Vargas Llosa, pero otros siguieron fieles a la dictadura como horizonte "revolusionario". El caso más célebre fue el de García Márquez, hasta el final de sus vidas bufón literario favorito de Fidel Castro. También Mario Benedetti, Eduardo Galeano y Julio Cortázar, que defendió a Padilla de la manera más infame, aprovechando su inteligencia literaria con un ingenioso y vil juego conceptual, tirando la piedra y escondiendo la mano: "ni mártir, ni traidor".
Reveladoramente, serán los profesores franceses de español los que sepan más de la opresión comunista a los literatos de todos los países en Hispanoamérica que los profesores españoles de cualquier disciplina, que seguirán admirando a García Márquez como gran escritor y mejor persona. Pero Cuba será libre, Cabrera Infante tendrá estatuas en la Habana junto a Vargas Llosa, mientras García Márquez será recordado como un gran literato y un infame, en compañía de Céline y Pound, que tampoco es mala compañía aunque sea entre malvados.
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