
Cuando digo ridícula quiero decir no sólo que sobrevive sobre pequeñas raíces, en buena parte deformes e irrazonables, sino que es risible, a veces cómica, pero desde luego muy alejada de lo que de noble había en sus bases hace 50 años, fecha en que moría Francisco Franco, el vencedor de una guerra civil que animó aquella otra izquierda radical, que no ridícula, que quería imponer por la fuerza su media España a la otra media y perdió. No leyó un poema de Miguel Hernández y la de ahora sigue sin leerlo.
Abierta sigue la cuestión de si el poeta fue o no de creencias comunistas en sentido teórico y moral, pero hay pocas dudas acerca de su proximidad a una causa republicana y popular que consideraba la más cercana a sus sentimientos, la de esos millones de personas que nacían y vivían sin privilegios en aquella España sorda y ciega para demasiados sufrimientos inmerecidos.
Estaba rememorando a aquel grupo musical extraordinario, revelador del folklore español e internacional de una nueva manera, que fue Nuestro pequeño mundo. Se decía de ellos que eran pura clase media pija y lejana a la izquierda auténtica, donde sólo cabían Serrat, Paco Ibáñez y pocos más, pero fue uno de los primeros grupos españoles en rescatar Los Campanilleros, ese grito andaluz por la dignidad y la presencia digna e igual en España.
En el homenaje que se les tributó, tras la muerte de algunos de sus componentes, en San Sebastián de los Reyes hace cinco años, se cantó la emocionante canción de Los Lobos basada en el poema visceral del poeta oriolano Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, incluido en el poemario Viento del Pueblo de 1937.
Hay dos elementos en ese poema que destacan sobre manera: la decencia moral y el amor a España. La decencia, ya manifestada por el poeta en sus enfrentamientos con los señoritos tiránicos de la izquierda, María Teresa León y Rafael Alberti entre otros, se detecta en su convicción de que los españoles no tenían alma de bueyes:
No soy de un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
Y luego está el amor a España, a la España común:
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpago
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Tras haber escuchado a Los Lobos en este verano tórrido, he recordado que la gente de izquierda que vivió la transición también era en su mayoría decente y amante de una España unida y solidaria, sin la cual ninguna justicia ni libertad serán posibles. Y entonces me asaltó la pregunta: ¿Qué tendrá que ver Pedro Sánchez y sus monstruosos cómplices, con su banalidad, su corrupción y su disposición a desunirlo todo, con los versos de Miguel Hernández?
¿Qué tendrán que ver esos vientos con Puigdemont, con los de Sabino Arana, asesinos o no tanto, con Pachi López, con Illa, con Marisú Montero, con Yolanda Díaz, con Ábalos, con Cerdán, con Koldo, con Leyre? ¿Cómo es que seis millones de españoles los votan todavía? Seguro que tampoco han leído aquellos versos:
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Sí, el pueblo somos todos, todos los españoles, no sólo ni principalmente los ungidos por los dogmas de la izquierda totalitaria y los racismos nacionalistas. A ver cuándo se acepta esa sencilla verdad que es la base de la convivencia democrática.
