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El raro solitario del Palace

Empiezo este año diez que igual se queda en nueve y medio ––y bien estará: que a la perfección, y si es que te empeñas pero no molestas al prójimo ni al que está un poquito más allá, sólo se aspira–– como terminé el pasado/pisado, erre que erre en la ele del que lee: a Camus en sus Carnets (1 y 2) y los Apuntes (I y II) de Elías Canetti. También y administrándome las pausas El Tercer Reich y los judíos (1939-1945). Los años del exterminio, de Saul Friedländer.

Ah, y un "Confuso recuerdo" de Julio Camba: Ruano en ABC, 1963 y en Luca de Tena Ediciones, 2006:

El día veintiocho de febrero se ha cumplido el primer aniversario de la muerte de Julio Camba y presumo ––aunque me gustaría equivocarme–– que no lo han recordado muchos.

La muerte de Camba influyó probablemente demasiado en la de Juan Belmonte y suscitó, hace un año, comentarios particulares poco frecuentes entre los que le conocimos y en quienes le trataron con alguna asiduidad. (Tal vez los últimos supervivientes de esa asiduidad sean Sebastián Miranda y Luis Calvo, aparte de algún ilustre doctor que le ayudó hasta el final de su vida).

El argumento principal de esos comentarios a los que me refiero, no porque parezca a primera vista indelicado debe ocultarse: la total falta de amor que hubo en Julio Camba por los seres y por las cosas. Comenzando, bien entendido, por sí mismo y por su literatura, que no sólo no estimaba, sino hacia la que sintió como una especie de desdeñosa antipatía. Creo que sólo le hizo cierta ilusión las traducciones al italiano de alguno de sus libros.

¿Qué quiso Camba a lo largo de su no corta vida? Es curioso que, tratándose de una criatura muy inteligente, muy aguda como él, apenas sepamos encontrar en su existencia otro apetito que el de la buena mesa. Fuera de comer bien, yo estoy seguro de que a Camba no le interesaba nada. No conozco detalles de la juventud de Julio, o sea, que ignoro una cosa muy importante: si siempre fue así o la decepción de algo le inclinó hacia una tozuda indiferencia, hacia un raro egoísmo que tampoco exigía demasiado para él.

Con Julio me unió una amistad relativa. Últimamente le encontraba casi todas las tardes en el Palace, donde él vivía, o mejor, donde él dormía. Al anochecido bajaba al hall con su bastoncito. Se ponía, en invierno, cerca de la calefacción y nunca le vi ni pedir un agua mineral, ni leer un libro, ni ojear un periódico.

Sabiendo que las invitaciones a comer no le eran indiferentes, tres veces me lo llevé por ahí desde el hall del Palace, pero tampoco era fácil. Aunque con cortesía, Camba era muy exigente y quería asegurar varios detalles antes de aceptar:

––¿Con quién iremos?
––Con quien usted quiera.
––Mejor que no traiga a nadie.
––Bueno.
––¿Y a dónde vamos?
––Donde usted diga.

Entonces se le animaban algo los ojillos irónicos y humados, como su misma tierra gallega. Elegía el restaurante. Pero seguían las condiciones.

––Yo no ando. ¿Me llevará usted en coche?
––Naturalmente.
––Bien, ¿pero al salir?
––Le traeré a usted al hotel.

Camba transigía:

––Bueno, pues vamos a cenar.

Su conversación era a ratos muy brillante, ingeniosa, enriquecida por recuerdos, por anécdotas. De pronto entraba en un largo y profundo bache y no hablaba. Oír yo creo que no oía, o mejor dicho, no escuchaba nunca. En cuanto terminaba la comida sentía una prisa sin disimulo.

––¿Nos vamos?
––Cuando usted quiera, Julio.

Una tarde, aunque tenía gusto en ello, más que nada para ver lo que hacía, le dije:

––Camba, quiero pedirle a usted un favor...

Le noté ponerse en guardia. ¿Qué es lo que pensaría? Debía estar [sic] poco acostumbrado a que se le pidiera nada.

––Si puedo hacerlo... ¿Qué quiere usted de mí?
––Me encantaría tener un retrato suyo.
––¿Un retrato mío? ¿Una fotografía?
––Sí, una fotografía de usted dedicada.

Quedó un momento perplejo. Como no cabiéndole en la cabeza, honradamente, que yo quisiera tener un retrato suyo.

––Se lo voy a dar ahora mismo. Subo a la habitación y se lo traigo.

Volvió en seguida con una fotografía pequeña y no muy buena, donde había puesto una dedicatoria muy amable.

––Muchas gracias, querido Julio.
––Muchas gracias a usted. Lo menos que podía imaginarme es que le pudiera interesar un retrato mío.

Creo que estaba azorado e incluso algo emocionado.

La otra noche, en una encantadora cena que dio [sic] el doctor Vega-Díaz y su mujer en su casa, hablábamos de Camba. Estaba con nosotros el señor Pastora.

––Éste yo creo que fue la única persona al que [sic] Camba tenía cariño...

Y volvimos a hablar del raro solitario del Palace. ¿Qué quiso él a lo largo de su vida? Hasta la literatura propia y ajena le importaban [sic] un pimiento.

––Sin embargo ––dijo sutilmente Paco Vega-Díaz––, a él si le quisimos [sic] mucha gente.

Yo me quedé pensando en esa extraña circunstancia que puede darse ciertamente; que despierte cariño una persona que sabemos que no nos quiere, que no quiere a nadie ni nada. A nada.

Camba, en su desamor desconcertante, ni siquiera hablaba mal de ninguno.

Al año de su muerte se recuerdan estas cosas llenas de confusión. Y no sale uno de estar ya irremediablemente confuso.

***

¿Tirar un libro, nunca, Iuris? Ah, pues yo ese vicio no lo tengo. Tampoco, me da, el coco Reich-Ranicki, santón de la crítica alemana. Diógenes igual sí :)

***

"Ni la desesperación ni la alegría me parecen fundadas frente al cielo y al tufo luminoso que de él desciende".

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