
La Verbena de la Paloma siempre resulta insuficiente, aunque por sí sola sea suficiente. Es decir, suficiente porque es una de las grandes favoritas del público, paradigma del género chico, y su reposición era más oportuna que nunca (coincidiendo con el 130º aniversario de su estreno y el centenario de Tomás Bretón el pasado diciembre). Insuficiente porque su escasa duración -no llega a los 70 minutos- impide programarla por sí misma. Esto ha dado lugar a programas dobles a lo largo de estas décadas -con otros clásicos como La revoltosa o El bateo- o a prólogos o añadidos más o menos afortunados. Es el agridulce destino de este título señero no poder caminar nunca sola. Pero a veces se logra el milagro, se acaricia la perfección, y es lo que ocurre con el nuevo montaje que puede verse en el Teatro de la Zarzuela.
En este caso ha sido Álvaro Tato -miembro de Ron Lalá y finalista al MAX- el encargado de añadir un postizo que, por suerte no resulta tal: un prólogo, un pequeño sainete, que es a la vez homenaje a las numerosas compañías líricas que hubo una vez en España y al Teatro Apolo, el templo del género chico de la calle Alcalá que fue derribado hace casi un siglo.
En él vemos a la compañía que interpretará a continuación la obra, con sus desventuras artísticas y económicas, que Tato aprovecha para situarnos en la época (la mención del incendio del Novedades), hacer cierta crítica del libreto (aunque no es de los que peor ha envejecido) e introducir números musicales: memorable es el duelo de valses Caballero de Gracia/De Neptuno, ambos de Chueca, o la resurrección del olvidado Tango del cinematógrafo, de Serrano. El emotivo cierre del prólogo nos lleva, por fin, a la ansiada Verbena (obra en la que es experto el compañero Andrés Amorós), cuya historia sigue arrancando carcajadas y cuya inmortal música (Dónde vas con mantón de Manila… Una morena y una rubia…) arrastra al veterano y no siempre cortés público.
La historia de los "celos mal reprimidos" (título alternativo de la obra), como ya se ha dicho, chirría en algunos aspectos que cuesta pasar por alto: es mérito del Julián de Borja Quiza que, si no llegamos a empatizar con él, al menos no nos resulte odioso. Su resonante y cada vez más potente voz aporta el desgarro que su canción requiere. Frente a él, la Susana de Carmen Romeu, con un casticismo algo engolado -ella luce mucho más en el prólogo- para un personaje poco agradecido por la falta que desarrollo que tiene. Alrededor de ellos otros tantos excelentemente escogidos: el don Hilarión de Antonio Comas es juvenil y sofisticado -más cerca del Maurice Chevalier de Gigi que del don Diego de El sí de las niñas-, un aire nuevo que sienta bien al personaje. Milagros Martín es una conmovedora Señá Rita, con la majestad que ella confiere a cualquier personaje, y es magnífica también la intervención de la cantaora Sara Salado. Hay un buen trabajo actoral de Rafa Castejón -aunque vocalmente no iguale a sus compañeros- y de Gurutze Beitia en el vapuleado personaje de la tía Antonia, que a pesar de su moral ambigua es el que más merece una relectura.
La dirección y coreografía de Nuria Castejón es fresca y elegante, mientras que la dirección musical de José Miguel Pérez-Sierra extrae lo mejor de una riquísima partitura, aunque, sin que sea culpa suya, es francamente difícil oír el primer número de Hilarión y Sebastián. Salvo pequeños detalles, es una función divertida, a ratos conmovedora, revitalizante, obligatoria para los amantes del teatro de cualquier género. Uno quisiera quedarse a vivir en ese Madrid sofocante pero alegre, bullicioso, iluminado. Y es que las gentes del pueblo también tenemos nuestro corazoncito.
