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Pablo Molina

Morante, Totus Tuus

Morante es un acontecimiento, un artista irrepetible al que le chorrea la torería hasta en las tardes de bronca monumental, que también las ha habido.

Morante a hombros en Madrid. | Alfredo Arévalo/Las Ventas

Hay una foto de Morante de la Puebla jugando al toro en las calles de su pueblo con su primo Juan Carlos, Morante también de apellido y eterno mozo de espadas, cuando ninguno de los dos debía sobrepasar los 10 años de edad. Morante está dando una larga cambiada de rodillas, con un capotito acorde a su estatura, mientras su primo le embiste con un pequeño carretón, pues ya entonces cada uno sabía cuál iba a ser su trabajo. El lance es arriesgado porque el torero tiene las plantas de los pies junto al bordillo de la acera. Si el toro llega a hacer por él lo retira de la profesión unos meses, pero por suerte no hubo percance esa vez. Desde entonces han transcurrido casi cuarenta años. Cuatro décadas persiguiendo el sueño de abrir la Puerta Grande de Madrid, hasta que el pasado domingo Morante reventó los goznes del portón venteño con un zambombazo del que todavía no nos hemos recuperado.

Los morantistas (¿Quién puede no serlo?) decían que el genio no necesitaba salir a hombros de la plaza de Madrid porque eso está también al alcance de los mediocres. En última instancia, el cigarrero juega en otra liga y las orejas son despojos que un torero de su grandeza debe despreciar. Pero estas cosas se decían cuando Morante fracasaba en Las Ventas, como un mecanismo de autodefensa parecido al que este año están utilizando los aficionados del Real Madrid. Y es que Morante no necesita a Las Ventas ni el Madrid a la Champions (es justo al revés), pero cuando fallas con la espada o te eliminan tras un mal partido el dolor y la sensación de fracaso son difíciles de ocultar.

Morante salió por la Puerta Grande tras dos faenas como las que viene recetando desde que empezó la temporada. Es cierto que la espada cayó baja en el segundo toro, pero lo que hizo Morante esa tarde no está al alcance de nadie más en el actual escalafón. Sus lágrimas, abrazado a su primo en el callejón, demuestran hasta qué punto necesitaba conquistar la Puerta Grande y cumplir con ese imperativo antes de cortarse la coleta, regalar los trastos y dedicarse a hablar de toros con amigos en el despacho de Joselito el Gallo, comprado por Morante hace años en una subasta para que esté, para siempre, donde tiene que estar.

Los que acuden a la plaza de Madrid con el puntero láser, el teodolito y la mira topográfica a verificar si el ángulo de los pies del torero y el pitón de afuera se ajusta a los principios de la geometría euclidiana lo pasaron francamente mal el domingo, porque el prestigio de dureza de Las Ventas descansaba, fundamentalmente, en que Morante no había tenido narices a abrir la puerta grande en 27 años. Algún ayatolá del tendido duro de Madrid tuvo el rasgo de humor de explicar en las redes sociales después de la corrida que José Antonio Morante Camacho, de Puebla del Río, no sabe torear a la verónica, que es como decir que Alcaraz no sabe coger una raqueta o que Jesucristo, bah, tampoco es que fuera tan buena persona. Ellos sabrán. De todas formas, Morante perdona al 7, y la bendición urbi et orbi que impartió a sus fieles por la noche desde el balcón del hotel Wellington iba también para ellos, porque los genios de verdad no conocen el rencor. Id y no pequéis más.

Morante es un acontecimiento, un artista irrepetible al que le chorrea la torería hasta en las tardes de bronca monumental, que también las ha habido. Es extraño que un tipo alto y algo grueso le ande a los toros con esa gracia inigualable que hace que una trincherilla, un molinete invertido o una media verónica paguen el abono completo de la feria más exigente en barrera de sombra. Pero es que a Morante da gusto hasta verlo fumar. Le ocurría lo mismo a Manolete, que se echaba un pitillo en el callejón y la gente dejaba de preocuparse por lo que ocurría en el ruedo, porque prefería ver al Monstruo fumar.

Yo solo quiero encontrármelo en un restaurante para esperar a que desdoble la servilleta y decirle: "ooooooooooooooolé", como hizo un taxista sevillano al ver a Curro Romero en la acera cambiarse el abrigo de brazo para darle la mano a un amigo.

Morante provoca esa especie de euforia espiritual, que hace que la gente se abrace en los tendidos sin conocerse de nada y salga toreando desde la plaza hasta el bar. Cuando lo llevaban en volandas hacia la calle Alcalá tras la corrida del domingo, un joven decía en una entrevista que los naturales de Morante a su segundo toro tendrían que estudiarse en la EVAU. Este año ya llegamos tarde, pero todo se andará.

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