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El penúltimo raulista vivo

Al fútbol con casco de motorista

A propósito de la zarandaja esa de la castración química que algunos políticos se han sacado ahora de la manga, escucho a Federico Jiménez Losantos decir con toda la razón del mundo en La Mañana que el problema es que hoy ya no existen los delincuentes y la cuestión queda perversamente reducida a personas cuyo único error ha consistido en "elegir un camino equivocado". Ese, el mundo de lo políticamente correcto, es justamente el paraíso del delincuente, que existe, vaya que si existe. Lo que sucedió el sábado en Montjuïc no fue un "incidente", tal y como a veces definimos equivocadamente los periodistas deportivos, ni el acto vandálico pero aislado del imbécil de turno sino la actuación premeditada, organizada y anunciada además con la suficiente antelación de un grupo de delincuentes cuyo objetivo era causar daño a quien fuera, al primero que pasara por allí, preferiblemente del Espanyol.

Por supuesto que los criminales que se dieron cita el sábado en Montjuïc, y a quienes por cierto se les tiene ya prohibido desde hace bastante tiempo el acceso al Camp Nou, no querían en absoluto animar al Fútbol Club Barcelona, ni iban tampoco al campo a presenciar un partido de fútbol, ni les importa un bledo Messi o Eto'o. No son tampoco, y quiero insistir en ello, un grupo de gamberretes a quienes hay que reeducar porque han elegido un camino equivocado en la vida sino una banda organizada de adultos plenamente conscientes de lo que quieren hacer, y lo que quieren hacer es provocar dolor a cualquiera que en ese momento se ponga por delante. Desconozco cómo funcionará el cerebro de un delincuente pero, en lo que a este caso concreto se refiere, imagino que les excitará mucho esa imagen del padre que no tuvo más remedio que ponerle un casco de moto a su hijo para protegerle del bombardeo de las bengalas.

Por supuesto que falló todo el mundo, empezando por la policía autonómica de Cataluña, que no supo actuar como sí hizo al día siguiente la policía en Madrid, impidiendo el acceso al Vicente Calderón de otro grupo de delincuentes organizados, hasta los responsables de seguridad del estadio, incapaces de actuar con la necesaria diligencia y tal y como exige la ley. Doy también por hecho que el mundillo del fútbol, egoista por naturaleza, tratará de sacar ventaja de un hecho tan vergonzoso como el acaecido el otro día para echarle encima el muerto al eterno rival, pero lo que hay que exigirle ahora a la justicia es que cumpla con su obligación que no es otra que la de velar por la seguridad de quienes no actuamos como delincuentes y salvajes por la calle y evitar de paso que, quien sabe si dentro de quince o veinte años, el único recuerdo que conserve en su cabeza ese niño al que antes hacía referencia sea que una vez tuvo que ver un Espanyol-Barcelona con el casco de motorista puesto.

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