
Manuel Bueno Cabral (Sevilla, 5 de febrero de 1940) es uno de los jugadores más singulares de toda la historia del fútbol español, pues albergo serias dudas de que haya existido otro que se mantuviera durante una eternidad de 12 temporadas en el estatus de suplente —en su caso concreto, de una de nuestras mayores leyendas, Paco Gento, el único mortal que hasta la fecha ha conquistado seis Copas de Europa—, dando un ejemplo de paciencia superlativa, a la altura de aquel santo varón llamado Job del que nos habla la Biblia.
Y es que tenía crudo no, lo siguiente, el conseguir una plaza como titular en aquel Real Madrid de los años 60, debido a la presencia en su misma posición, la de extremo izquierdo, de la mítica Galerna del Cantábrico. Así que el bueno de Bueno, valga la redundancia, hizo de la suplencia una profesión durante once larguísimas temporadas, hasta que por fin, en la que iba ser su última campaña en el club blanco —aunque él aun no lo sabía— logró desbancar a un Gento ya con 37 años de edad, mientras que el andaluz contaba con seis primaveras menos.
Mamando balón
De casta le venía al galgo porque en sus genes llevaba ya impreso el fútbol, puesto que su señor padre, Manuel Bueno Fernández (1910-1970), había jugado como guardameta en diversos equipos antes y después de la Guerra Civil (Sevilla, Gimnástico de Valencia, Nacional de Madrid, nuevamente Sevilla, Cádiz, Betis…). De hecho, había defendido el marco sevillista en la final del primer título de la Posguerra, el Torneo Nacional de 1939, en la que los de Nervión derrotaron al Racing de Ferrol por 6-2 en el Estadio de Montjuic. Luego había sido masajista y conserje en el campo gaditano de Mirandilla, y más tarde en el Ramón de Carranza, de manera que el primer juguete de Manolín Bueno había sido un balón, haciendo casi las veces de biberón..

Comenzó a destacar en las filas del Cádiz jugando por banda izquierda. Era un futbolista hábil, técnico, buen regateador y asistente, y con gol, por lo cual no puede extrañar que el Real Madrid se fijase en él con tan sólo 19 años y se lo llevase para el Bernabéu. Gento era ya indiscutible en el Madrid y en la Selección, pero también le llevaba seis años y pico, y además el recién llegado podía apretarle para que no se durmiese en los laureles, que de hecho no se durmió. Y en ese preciso momento, en la temporada 1959-60, va a comenzar la prodigiosa andadura de un hombre que se llama igualito que el protagonista de una conocida novela de don Miguel de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir.
Chupando banquillo
Y es que tirarse la friolera de once años calentando banquillo casi siempre, convertido en suplente eterno y profesional, exige cualidades que no están al alcance de cualquiera, amén de una resignada aceptación del cruel martirio de la inactividad. Por supuesto, y dado que era un futbolista de calidad contrastada en las pocas ocasiones en que le permitían demostrarlo, no fueron pocos los equipos que preguntaron por Bueno, pretendiendo enrolarlo en sus filas. Se sabe del interés del Barça, que tenía esa posición siempre en entredicho, o incluso de clubes italianos como la Juventus y el Torino, pero el Real Madrid siempre se negó en redondo a desprenderse de él, y además para eso estaba el dichoso ‘derecho de retención’, impidiendo los trasvases de equipo, sin contar para nada con la opinión del jugador.
De ese modo Manolín Bueno va a ir encarando con filosofía su sempiterna suplencia. Paco Gento nunca se lesionaba de gravedad, y si Miguel Muñoz no podía utilizar sus servicios por algún leve problema físico, la vacante no se prolongaba más allá de unas pocas semanas. Por lo tanto Bueno se especializó en jugar como mucho media docena de encuentros cada Liga, así como en tomar parte en las primeras eliminatorias de la Copa del Generalísimo, ante equipos de Segunda División o rivales teóricamente asequibles, para darle descansos al gran extremo montañés. Y también va a convertirse en el rey de los partidos de los jueves.
El rey de los jueves
Estos encuentros, de carácter amistoso, se disputaban dicho día de la semana —y en algunas ocasiones también los miércoles—, aprovechando el paso por la Capital de equipos de la categoría de plata, en ruta hacia cualquier punto de España para librar sus compromisos del domingo siguiente. Al Madrid le servían para mantener activos a los reservas, dar minutos a los que se recuperaban de alguna lesión, o presentar en sociedad a jugadores interesantes procedentes de la cantera. Y en ellos, indefectiblemente, siempre aparecía nuestro hombre, con el número 11 a la espalda, haciendo de las suyas; es decir, luciéndose y encandilando al público (entre el que había no poca chavalería, ya que entonces no tenían clase los jueves por la tarde), a base de todo un repertorio de regates, asistencias y goles.

Mientras, el gaditano nacido en Sevilla iba esmaltando un palmarés que para sí quisieran muchos futbolistas, por más titulares que fuesen: ocho Ligas, dos Copas del Generalísimo, dos Copas de Europa y una Intercontinental, amén de numerosos torneos veraniegos de la categoría del Carranza de su tierra, el Teresa Herrera o el Costa del Sol. Incluso va a ser convocado en un par de ocasiones para la Selección B. Sin embargo para Gento, no parecía pasar el tiempo, forever young, y el cántabro logrará mantenerse en el combinado nacional absoluto hasta los 36 años, acudiendo con anterioridad a dos Campeonatos Mundiales, los de 1962 y 1966.
Gento y Bueno fuera
La ironía del destino fue que titularísimo y suplentísimo se marcharon a la vez del Real Madrid, juntos y no sé si cogiditos de la mano, al finalizar en blanco (algo insólito en las diez y siete temporadas anteriores) el curso 70-71, tras ser derrotados en la doble final de la Recopa en Atenas por el Chelsea, lo cual hizo que Bernabéu sacase la guadaña y realizara una profunda poda, una drástica reconversión en la plantilla, cancelando la etapa de los Ye-yés y fichando savia nueva (Verdugo, Corral, Ico Aguilar, Santillana y Anzarda, más el retorno de García Remón, guardameta cedido al Real Oviedo). Gento se retiró por fin, que ya estaba bien, y Bueno volvió entonces a las raíces paternas, y encontró acomodo en un Sevilla con pretensiones, que empezó la campaña 71-72 brillantemente —parecía ir para notable—, pero terminó cateando (o sea, descendiendo), sin posibilidad de volver a presentarse en septiembre, a no ser del año siguiente, que tampoco lo logró.

En su última temporada como sevillista ya va a jugar muy poco, y le tocará de entrenador un tipo la mar de peculiar, Salvador Artigas, antiguo piloto de caza en el bando republicano, conocido como Mister KO durante su estancia en el Barça, y posteriormente como el Monje de Lezama en el Athletic de Bilbao. Por cierto, que en Artigas concurre la luctuosa circunstancia de que se le murieron dos de sus pupilos en activo: el defensa uruguayo del Barcelona Julio César Benítez, y el delantero melillense del Sevilla Pedro Berruezo, éste en el Pasaron pontevedrés y con Manolín Bueno en el campo. Un Bueno que acabaría por retornar a Cádiz, en una de esas piruetas circulares que a menudo nos reserva la vida...
