
Albert Richter pudo ser eterno. Era, sin duda, el mejor ciclista alemán de los años 30. Y por eso las autoridades nazis quisieron hacer de él el ejemplo perfecto de la dominación aria. Sin embargo, él siempre rechazó aquello. Él siempre rechazó toda la ideología nazi. Y terminaría pagando un alto precio por ello…
Nacido en Ehrenfeld, un barrio de Colonia, Alemania, el 14 de octubre de 1912, pronto se sentiría atraído por el ciclismo de pista, uno de los deportes más populares del país en aquellos momentos.
Pese a las reticencias iniciales de la familia, que prefería que Richter se centrara en el trabajo que regentaba su padre y en los estudios, la consecución de los primeros resultados y la impresionante superioridad que demostraba en todas las carreras, gracias sobre todo a la altísima velocidad punta que era capaz de alcanzar, le permitieron dedicarse plenamente al ciclismo.
Con 19 años ya sería convocado por el equipo nacional alemán de ciclismo de pista. Fue entonces cuando apareció la figura de Ernst Berliner, quien se convertiría en su entrenador. Entre ambos surgió una relación de amistad que iba más allá de lo meramente profesional, y de la que Richter no renunciaría nunca. Juntos llegarían al siguiente nivel.
Poco después comenzaría a competir fuera de Alemania, haciéndose con su primera gran victoria en 1932, en el Gran Premio de París Amateur. Antes de acabar el año lograría el triunfo que le consagraría a nivel internacional: en Roma, Albert Richter se proclamó campeón del mundo en la prueba de velocidad amateur.
Aquello le abrió las puertas a los circuitos profesionales, que dominaría durante años junto a otros dos ciclistas: el belga Jef Scherens y el francés Louis Gérardin. A pesar de la rivalidad –deportiva y, sobre todo, financiera- entre ellos, formaron un gran grupo de colegas, que a menudo se desplazaban juntos a las competiciones por toda Europa. Serían apodados Los tres mosqueteros.
La nazificación de Alemania
Pero si las cosas iban de maravilla para Richter en el exterior, no marcharían tan bien en casa.
Casi paralelamente a su explosión internacional, Adolf Hitler era nombrado Canciller del Reich. La progresión de su poder y de la nazificación del país fue imparable.
El deporte alemán también pasó a estar dirigido por el nazismo, que lo consideraba como un elemento más para demostrar su orden y superioridad. Un aspecto muy importante del proceso para rearmar Alemania, y para recuperar el prestigio y una posición en el mundo.
Y en una época en que Alemania se encontraba vívida de nuevos héroes, Albert Richter iba a ser el elegido. Era una figura deportiva que se había granjeado una enorme fama a nivel mundial. ¿Cómo no lo iba a aprovechar el nazismo?
Pero Albert Richter, contrario a todo aquello, decidió salir de Alemania. Se marchó a Francia. Principalmente, porque era la meca del ciclismo de pista; el lugar donde mejor podía desarrollar todo su talento. Pero también para tratar de huir del clima que veía en primera persona cómo se estaba gestando en su país.
Enfrenamientos continuos
En 1934 regresaría a Alemania para disputar el campeonato nacional, que volvería a llevarse. Y ahí se produjo uno de los primeros enfrentamientos con las autoridades nazis. Tras la victoria, en las fotos y celebraciones oficiales, Richter se negó a hacer el saludo nazi, brazo en alto.
Un conflicto que se incrementaría durante la disputa de los campeonatos mundiales de ciclismo de pista en Leipzig en 1934. Richter sería el único ciclista alemán que no llevaría el nuevo uniforme con la esvástica. Prefirió seguir llevando el águila real, con el consecuente enfado de los nazis. Terminaría segundo aquella prueba, sólo por detrás de Scherens.
No se bajaría del podio mundialístico desde 1932 a 1938. Y en todos esos años se impondría en el campeonato nacional alemán. Unos resultados que le permitieron vivir bajo la protección de la Alemania Nazi. Porque seguían sirviéndose de sus victorias para ensalzar el deporte y el nacionalismo alemán. A pesar de sus continuos enfrentamientos.
Como el que se produjo a merced de su entrenador, Ernst Berliner, uno de los pocos judíos supervivientes en Colonia, y que se había marchado a entrenar a Países Bajos. A pesar de que a Richter le recomendaron no continuar bajo su tutela, él hizo oídos sordos, y siguió entrenando con Berliner. Para enfado, una vez más, de las autoridades nazis.
Una situación que se complicaría aún más tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Los nazis pidieron a Albert Richter que se aprovechara de su fama y buena reputación en Francia para hacer de espía en el país galo. Algo a lo que él se negó. Como señala la historiadora y autora de la biografía de Richter Renata Franz, "no puedo disparar contra los franceses, son mis amigos", declararía el ciclista. Lo que, sin duda, acrecentaría la persecución de las autoridades sobre Richter.
Consciente de ello, decidió huir del país. Lo hizo en tren, tratando de cruzar la frontera suiza. Y lo hizo con algo de dinero –se apunta que unos 13.000 marcos– escondido en su bicicleta y que iba a entregar, supuestamente, a unos amigos judíos.
Pero en Lörrach, justo en la frontera con Suiza, todo se terminó para Richter. Con el tren detenido, unos agentes de la Gestapo se dirigieron hacia él. Sabían en todo momento dónde tenía escondido el dinero. Sería arrestado. Y dos días después se lanzaría la noticia de que Albert Richter había fallecido, en una celda de la cárcel de Lorrach.
La versión oficial fue ‘suicidio por ahorcamiento’. Supuestamente, según esos primeros informes oficiales, Richter no había podido soportar su culpa tras ser hallado cometiendo traición en su ayuda a unos judíos.
En el documental 'El campeón que dijo No', de Michel Viotte, se apunta a la posibilidad de un soplo por parte de algún amigo suyo. Especialmente de Peter Stefes, quien recién retirado pretendía ser su entrenador, algo a lo que Richter se negó. Supuestamente Stefes había dado la información, con la intención de que no pudiera salir del país y se viera obligado a aceptar su tutela, pero nunca pensando en que aquello terminaría con su muerte.
Sea como fuere, Albert Richter fallecería aquel 2 de enero de 1940. Y justo en ese momento los nazis pusieron en marcha todo un mecanismo para manchar su historia. No se podía permitir que con su muerte (muy probablemente asesinato) se convirtiera en mártir, así que comenzaron a salir publicaciones e informaciones sobre sus faltas de respeto al régimen nazi, o su traición por, supuestamente, traficar con judíos.
Y también, por supuesto, el olvido. El olvido de todos sus grandes logros. El olvido de su existencia.
No sería hasta muchos, muchísimos años después, que se recuperaría su historia.

