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El Estado Niñera sigue creciendo: así acaban los políticos con nuestra libertad de elegir

El prohibicionismo deja cada vez al consumidor con menos poder de decisión.

El prohibicionismo deja cada vez al consumidor con menos poder de decisión.
Europa Press

La maquinaria de intervención de Bruselas y de los gobiernos nacionales y autonómicos no descansa. Bajo la retórica amable de la protección, la sanidad pública, la sostenibilidad o la cohesión, las autoridades llevan décadas avanzando en una doble estrategia que amenaza la libertad de elección del consumidor español, condicionando o encareciendo sus decisiones de consumo a base de subir los impuestos o elevar la carga regulatoria aplicable a bienes y servicios de uso común.

En España, lejos de actuar como contrapeso a los excesos que llegan de Bruselas, el gobierno se alinea con entusiasmo con esta agenda. No solamente adopta sin reservas toda iniciativa comunitaria que suponga más control e ingresos fiscales, sino que a menudo emplea las directivas y reglamentos comunitarios como excusa para redoblar el intervencionismo sobre nuestras vidas.

En los últimos años, la lista de productos y servicios penalizados fiscalmente se ha disparado. Ya no se trata de regular con inteligencia o recaudar con eficiencia, sino que se busca "corregir comportamientos" de forma explícita, en línea con una visión paternalista de la relación del Estado con el ciudadano.

Uno de los casos más evidentes es el de las bebidas azucaradas. En 2021, el Ejecutivo de Pedro Sánchez elevó el IVA del 10% al 21% sobre refrescos y bebidas edulcoradas, justificando esta actuación por razones de salud pública. La subida afectó directamente a millones de consumidores, sobre todo a los de menor renta. ¿Qué hay del consumo? Estudios de ESADE muestran que el consumo de estas bebidas se mantuvo constante, salvo entre las familias de menos ingresos, que lo redujeron algo más de un 10 por ciento. Estos trabajos acreditan asimismo un mayor consumo de bienes sustitutivos, como los snacks.

Cataluña ha ido más allá con su impuesto especial autonómico sobre bebidas azucaradas, que genera distorsiones territoriales en la fiscalidad y rompe la unidad de mercado. La evidencia analizada por distintas universidades apunta que el consumo de estas bebidas se redujo un 2 por ciento. En cambio, en el plano internacional, Dinamarca llegó a aplicar un impuesto a estos productos pero optó por eliminarlo años después, al constatar su ineficacia y su efecto regresivo, así como el daño a las empresas del sector y el impacto sobre la libertad de elegir de los consumidores.

El coche privado ha pasado a ser otro objetivo permanente de control impositivo y regulatorio. Los tradicionales impuestos de matriculación y circulación están vinculados ahora a estrictos criterios de emisiones que cada vez resultan más costosos. De hecho, el coste medio de los coches se ha elevado un 68 por ciento entre 2014 y 2024, con todo lo que ello supone para el poder adquisitivo de los españoles y, especialmente, las clases medias y trabajadores.

Además, el uso cotidiano del vehículo privado está sujeto a un volumen creciente de trabas, como peajes urbanos y Zonas de Bajas Emisiones, tasas específicas por acceso a determinadas zonas, elevadísimos impuestos especiales repercutidos sobre el repostaje… Todo ello contrasta con los esfuerzos que ha hecho la industria del transporte y que han permitido reducir un 85 por ciento las emisiones de los coches. Precisamente por eso, en otros países como Francia han empezado a tomar nota del creciente rechazo que generan estas políticas y, por ejemplo, ya se está legislando para replegar las Zonas de Bajas Emisiones.

Regular, regular, regular

Como vemos, la fiscalidad juega un papel clave, pero también tiene un gran peso la regulación. Los políticos han descubierto que, sin subir impuestos directamente, pueden limitar significativamente la disponibilidad de aquellos bienes y servicios que desean perseguir, generando costes ocultos y reduciendo en última instancia la autonomía del consumidor para hacerse con ellos.

Un ejemplo paradigmático es la prohibición de vuelos cortos cuando exista una alternativa ferroviaria inferior a 2,5 horas. Es una medida ya vigente en Francia y que el gobierno español ha planteado extender a nuestro país. En lugar de incentivar el uso del tren con mejoras competitivas, se opta por prohibir directamente el avión, lo que no solamente vulnera la libertad de elegir del viajero, sino que, además, ignora que esta opción puede ser preferible por cuestiones de precio, demanda, flexibilidad horaria u otros motivos que justifiquen el recurso a dicho medio. Estamos, pues, ante una regulación coercitiva que vulnera, de hecho, la libertad de movimiento y circulación de las personas.

La movilidad urbana también está bajo asedio del regulador. Aplicaciones como Uber, Cabify o Bolt han venido sufriendo limitaciones artificiales, como la imposición de topes al número de licencias VTC, las restricciones de zonas operativas y otras exigencias desproporcionadas que impiden su operativa normal en numerosas ciudades. En vez de aprovechar estas soluciones innovadoras para complementar el taxi y mejorar la movilidad urbana, se ha optado por mantener el statu quo a espaldas de los consumidores, que de nuevo se quedan sin capacidad de elección por obra y arte de los políticos.

La distribución alimentaria también está amenazada por regulaciones que penalizan las promociones, impiden los descuentos cruzados o imponen reglas arbitrarias sobre la colocación de productos. En el fondo, se parte de la desconfianza hacia el empresario del sector, al que se mira siempre con recelo, y del desprecio al consumidor, considerado incapaz de tomar decisiones racionales sin intervención del Estado. Prueba de esta continua presión fiscal y regulatoria son los 25 golpes impositivos y normativos que aplicó el gobierno de Sánchez a los supermercados en 2020 y 2021, introducidos en plena pandemia del covid-19. Tal ofensiva resultó en un encarecimiento de costes que agravó la crisis inflacionaria.

El caso del tabaco es relevante, puesto que dicha categoría de producto sirve, con frecuencia, como laboratorio del prohibicionismo fiscal-regulatorio. En España, el impuesto especial aplicado a su consumo supone más del 75 por ciento del precio final del producto. Semejante grado de imposición se acompaña de regulaciones como el empaquetado neutro o la prohibición de publicidad. Peor aún: los políticos tienden a abordar las alternativas que han surgido, como el vapeo o las bolsas de nicotina, como si su impacto fuese idéntico al del tabaco convencional, ignorando los casos de éxito internacionales que se basan, como es el caso de Suecia, en favorecer estas fórmulas de reducción de daño como puerta de salida para quienes desean abandonar los cigarrillos al uso.

El ‘Estado Niñera’ en que vivimos

La tónica que se termina imponiendo es una que acude a los impuestos para penalizar, a las regulaciones para restringir y al moralismo para justificar. Y todo, con la voluntad explícita de que el consumidor sea incapaz de tomar decisiones por sí mismo. En efecto, el "Estado Niñera" trata a sus ciudadanos como niños.

El siguiente gráfico muestra, además, que un mayor intervencionismo no conduce a una mejor calidad de vida. Así, cuando cruzamos las restricciones aplicadas sobre comidas, bebidas o tabaco con la esperanza de vida podemos ver que no existe una correlación entre ambas variables. Más allá de los controles básicos con los cuales nadie suele estar en desacuerdo, reforzar el rol controlador del poder público no se traduce en ninguna mejora tangible de la vida de los ciudadanos. Así, ni siquiera cabe hacer una defensa utilitaria de este tipo de políticas.

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La combinación de una fiscalidad punitiva y una regulación intrusiva tiene un objetivo claro: erosionar la libertad individual y guiar el consumo según las preferencias de los gobernantes. Bajo la apariencia de supuestas soluciones técnicas se oculta un ejercicio de control e ingeniería social que decide por nosotros y nos dice qué debemos comer, cómo debemos movernos, qué productos debemos consumir, etc.

Y todo ello, con un alto coste económico: menor competencia, menos poder adquisitivo y menos innovación de producto. El resultado final es que el ciudadano no solo paga más impuestos que nunca, sino que tiene menos libertad que en cualquier otro periodo a la hora de tomar decisiones por sí mismo.

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