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La quiebra de la socialdemocracia europea

De los 20 a los 65 años, financiamos los servicios públicos; antes de los 20, después de los 65, nuestro saldo fiscal es negativo.

De los 20 a los 65 años, financiamos los servicios públicos; antes de los 20, después de los 65, nuestro saldo fiscal es negativo.
Rachel Reeves, canciller del Exchequer del Reino Unido, en una convención del Partido Laborista. | Cordon Press

Si lee la prensa británica, María Jesús Montero pensará que esto de no tener presupuestos quizás no sea tan malo. Es cierto que cada pocos días te preguntan los periodistas con los que te cruzas y algo nuevo tienes que inventarte. Pero, comparado con lo que está pasando en Londres Rachel Reeves, su equivalente en Reino Unido (la canciller del Exchequer), convertida en supervillana oficial del país, lo de la ministra de Hacienda se intuye como una cuestión muy menor. Estamos convencidos de que le preocupa mucho más el affaire Salazar que llevar tres años sin que le aprueben las cuentas.

Decimos que Reeves es la mala entre las malas de la política británica porque tiene poco a lo que agarrarse. Le están lloviendo palos desde todos los ángulos. Los unos porque sube mucho los impuestos, los otros porque no gasta lo suficiente y los de más allá porque ni siquiera son creíbles. Y recordemos que hablamos de un Gobierno laborista.

En realidad, el problema va mucho más allá de un país, un ministro de Hacienda más o menos competente o una coyuntura concreta. Miren lo que ocurre en Francia o Alemania. Incluso en los países nórdicos. Las costuras del modelo socialdemócrata, que comenzaron a tensarse al menos desde comienzos de siglo, están comenzando a estallar. Ni siquiera entro en el debate sobre si esto es bueno o malo (a mí no me gusta, pero a lo mejor lo que viene detrás será todavía peor). Lo primero, antes de discutir, está en confrontar la realidad.

Por supuesto, cuando hablamos de "modelo socialdemócrata" no nos referimos al del PSOE o los laboristas ingleses. Que sean partidos llamados socialistas los que asisten al derrumbe del sistema es una casualidad. El modelo lo han mantenido al menos con igual convicción conservadores, social-liberales, centristas y cualesquiera otros que haya gobernado en el último medio siglo. El consenso general no lo ha retado nadie. Ni siquiera retóricamente.

El problema, como casi siempre, es contable: activos, pasivos, ingresos, gastos… Eso tan feo a lo que nuestros políticos (pobrecitos, tan idealistas) nunca miran, porque ellos están en las necesidades de la gente, no en cuadrar cuentas, que para esto tenemos el Excel.

El Estado del Bienestar que se empezó a construir en Europa a mediados del siglo XX y que ha disparado sus promesas en los últimos cuarenta años (y ahí, en esas promesas crecientes, nacen buena parte de sus problemas; aunque hoy eso lo dejaremos un poco al margen) se basa en un principio muy sencillo: hay algunos contribuyentes que pagan más impuestos que lo que reciben en forma de servicios públicos; y otros a los que el suma-resta les sale a ganar (reciben servicios públicos más valiosos que lo que abonan vía tributación).

[Nota: en medio de este juego, está un Estado burocratizado que se sirve a sí mismo y absorbe buena parte de la recaudación; pero tampoco nos meteremos hoy en ese punto, ni en el de la calidad de los servicios públicos].

El saldo

Nos dicen que lo pagan los ricos, pero ya deberíamos saber que no es cierto. En un resumen rápido, un poco con un brochazo, pero bastante realista, podríamos decir que: de los 20 a los 65 años, si tenemos un empleo normal (indefinido, jornada completa), estamos entre los que financiamos los servicios públicos; antes de los 20, después de los 65 y si no trabajamos, nuestro saldo fiscal es negativo. Puede haber excepciones, pero serán eso, casos aislados dentro de un principio general que se cumple para el 95% de la muestra.

A partir de ahí, la legitimidad del modelo se ha basado en convencer al europeo medio de que le salía a cuenta. Sí, durante un tiempo puede que perdiera; pero a cambio, tenía los momentos más delicados de su vida (niñez y ancianidad) a cubierto.

El problema de todo esto es que para que las cuentas salgan tienes que tener a muchos de los que pagan (de 20 a 65 y con empleo) y pocos de los que reciben. Y eso se está rompiendo en toda Europa desde comienzos de siglo por tres vías de agua irresistibles:

(1) Demografía. Natalidad y envejecimiento. No hay recambio para los que llegan a la edad de retiro. Y, además, estos cada vez viven más.

Nos hemos acostumbrado a escuchar que el sistema de pensiones es "de reparto". Es decir, que no hay ahorro y las prestaciones se pagan con los sueldos actuales. Hay quien dice que es un esquema piramidal, a lo Ponzi. Sin entrar en si es cierto (financieramente sí; políticamente hay mucho más que matizar, porque los nuevos entrantes están obligados), no debemos olvidar que este esquema no sólo sirve para definir las pensiones. Todos los servicios públicos son así: pagamos más cuando no los necesitamos y cuando no generamos rentas.

Sanidad, transporte, seguridad, educación… Lo normal es que demandemos más en el momento de nuestras vidas en el que menos aportamos vía impuestos. Por lo tanto, o hay relevo entre los que pagan o, cuando vayamos a pedir nuestra parte, no habrá para todos.

(2) Alternativas. Los años gloriosos de la socialdemocracia europea (de los 60 a los 2000) son décadas de monopolio occidental. Imaginemos a un treintañero europeo en los 80 al que no le gustaba un pelo que le cobrasen un 40-50% de su salario para unos servicios públicos que no disfrutaba. ¿Qué podía hacer? Pues tirando a poco. ¿A dónde se iba a ir? A EEUU, Australia… y poco más.

Ya no es así. Desde los países del golfo (a ver si los Emiratos o Arabia van a estar gastándose millonadas en patrocinar el golf, el fútbol o el tenis por amor al arte), al este asiático, sin olvidar que EEUU sigue ahí, hay decenas de jurisdicciones más amigables para las rentas altas que Europa. Y tampoco hace falta que se te vayan 10 millones de personas. Le quitas 400.000-500.000 contribuyentes del top 10 a cada gran Estado europeo y le metes en un problema fiscal muy gordo. Ahí están muchos.

(3) Los nuevos que cobran. Por último, el tema más delicado. El nefasto lema marxista "de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades" es bastante absurdo en la vida real. Porque presupone que "capacidad" y "necesidad" es algo dado. Por supuesto, no lo es. Los incentivos importan. Y mucho. Si subvencionas la pobreza, ayudarás a los que menos ingresos, pero también incentivas que otros se sumen a ese grupo. Si pones un impuesto a la creación de riqueza, tendrás menos creación de riqueza. A lo mejor está justificado la ayuda y el tributo, ése es otro debate: pero asumamos que las consecuencias son las que son.

En una sociedad cerrada y homogénea, esto es importante, pero hay formas de limitar daños. En primer lugar, hay normas sociales que te empujan en la buena dirección (o en la que quiere el gobernante; otro día discutiremos si es la buena): pagar impuestos para ayudar a los que menos tienen; no engañar haciendo como que necesitas cuando no es cierto. Además, el número de potenciales beneficiarios de cualquier ayuda está limitado: sabes que sólo un porcentaje reducido del total de la población querrá estar en la situación de vivir de una ayuda o se conformará con su destino.

Pero si entra en juego el resto del mundo, las cosas no están tan claras. ¿Qué ocurre si te llegan cada año unos cuantos miles de nuevos habitantes que van directos a los tramos inferiores de la distribución de renta? El diseño del modelo dice que cobrarán más de lo que aportan. Salvo que los integres rápidamente en el mercado laboral y con sueldos de nivel medio, el acumulado será deficitario. Y no pensemos sólo en transferencias de renta; también hay que mirar el uso de servicios públicos.

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