
¿Y si el problema no fuera que nuestros políticos son unos inútiles? ¿Y si lo que ocurre es que son bastante eficientes? Al menos en lo que les pedimos. Porque siempre pensamos que nuestras decepciones llegan porque nos engañan o se dedican a robarnos cuando no miramos. Pero a lo mejor lo que pasa es que no nos gusta nuestra imagen reflejada en la urna.
Benito Arruñada acaba de publicar La culpa es nuestra. Cómo las preferencias ciudadanas frenan las reformas en España (Deusto). Y defiende que empecemos a mirar al que da las órdenes (el votante) y menos al que las ejecuta. Porque, quizás, lo que tenemos es más lo que hemos pedido de lo que pensamos.
Aquí es donde alguien levantará la mano para decir que no hemos pedido ser los primeros en tasa del paro en Europa, ni tener un déficit superior al 3% de forma casi crónica, ni unos impuestos sobre el trabajo cada día más elevados, ni unos salarios estancados desde hace dos décadas, ni una productividad horrible... Pero es que eso son los resultados. Las derivadas de nuestras peticiones. Si premiamos a quien liga las pensiones al IPC pase lo que pase con las cuentas públicas, si no queremos escuchar a nadie que pida rebajar un poco el coste del despido o si aplaudimos al político que anuncie un plan de rescate de cualquier empresa en dificultades: si pedimos (y votamos) todo esto, ¿cómo esperamos que las consecuencias sean diferentes?
Jefes y empleados
Arruñada pone un ejemplo que siempre me ha parecido el más evidente de la minoría de edad (política y económica) en la que vive el español medio: el servicio doméstico. En realidad, podríamos ampliarlo a cualquier persona que trabaje para nosotros, en nuestro hogar o en el ámbito familiar (podríamos incluir a proveedores cercanos, desde el panadero del barrio a la profesora de inglés del niño).
Todo esto viene a cuento porque esta semana leía en El Mundo que "Las familias pagarán 647 millones más por sus empleadas del hogar en 2026 si el Salario Mínimo sube lo que piden los sindicatos". Y pienso en las reacciones de las personas que me rodean cuando vean esta noticia.
No se alejarían demasiado de las que pudiéramos sacar de un manual de Economía:
- Incentivo para no contratar: "Si cada vez me cuesta más, a lo mejor tengo que decirle que deje de venir"
- O para reducir la cantidad demandada: "Le pediré que venga menos horas"
- Precio máximo = mercado negro: "Lo que va a pasar es que mucha gente le va a decir a la chica que le paga en B, al menos parte de las horas"
- Recorte de la remuneración neta: "A muchas les van a decir que les descuentan la cotización del neto que cobran ahora"
Si nos salimos del servicio doméstico y vamos a otros proveedores como los que comentábamos antes, al comentario económico se le suma el ultraje moral. Pídele a alguien, de derechas, de izquierdas o mediopensionista que pague en verano a la academia de inglés una cantidad similar a la que le cobra de septiembre a junio; o que le cubra la baja por enfermedad al tipo que le hace trabajos de bricolaje puntuales. No ya es que ni se lo planteen, es que les parecería increíble (y mal) que alguien se lo pidiera. Lo podríamos llamar el "efecto Echenique", por lo del famoso asistente al que no pagaba la Seguridad Social: sí, había hipocresía, pero también parte de lo que decimos aquí (diferencia a la hora de juzgar un contrato de trabajo y las consecuencias de la norma si nosotros somos el que paga o el que cobra).
Las exigencias
¿Qué diríamos si hubiera una ley que nos obligara a pagar en las condiciones del último párrafo? Me apuesto a que la respuesta sería doble: (1) Es injusta; (2) Va a destruir empleo, porque muchos no querrán contratar si las exigencias se disparan y si te sientes atado a unas condiciones y unas personas que, quizás, en el futuro ya no te gusten.
Lo que Arruñada se pregunta (y yo con él) es por qué las razones que nos parecen tan obvias cuando somos los jefes desaparecen cuando nos convertimos en empleados. De las subidas en el SMI a la legislación laboral anti-despidos o la normativa sobre bajas laborales: en todos los casos, el español medio apoya y comprende lo que, cuando le toca a él en primera persona como empleador, ni entiende ni tolera.
Por ejemplo, los jueces de lo Social (y por meternos más en un terreno políticamente incorrecto, diremos que son juezas en un porcentaje muy elevado): ¿garantizan a sus empleadas domésticas las condiciones que se sienten obligados a exigir a las empresas? ¿Qué español pasaría en su hogar los filtros (desde la normativa de Seguridad en el Trabajo hasta lo que tiene que ver con los costes tributarios-cotizaciones) que exige a sus empresas?
Y no, no nos valen las excusas habituales: desigualdad de posición entre empresa y empleado; garantizar derechos; equilibrar la fuerza negociadora; pocas opciones de controlar lo que pasa en el día a día del trabajador medio mientras está en su puesto, etc… Si hay una situación laboral en la que podríamos aducir estas razones, sin duda es la que ocupa al servicio doméstico, mucho más desprotegido y precario que un tipo en una planta industrial.
Ahí, sin embargo, la desigualdad nos da igual. O no queremos la norma o nos la saltamos a la mínima ocasión. ¿Qué pensaríamos si nuestra empresa nos ofrecería cobrar una parte en B? ¿Y si nos lo pide nuestra empleada doméstica? ¿Podríamos ofrecérselo nosotros mismos?
La próxima vez que un partido proponga incrementar los costes del despido, las cotizaciones a cargo de la empresa o los días de baja por paternidad, asumamos cuáles serán las consecuencias. Incluso aunque apoyemos la medida, no le demos la espalda a la realidad de las derivadas de segundo orden. Miremos la lista de puntos que planteábamos algo más arriba. ¿Intuimos cuáles serán las consecuencias reales de aprobar este tipo de normas? Sí. Otra cosa es que no queramos verlo. Pero sobre Economía, cuando nos toca en primera persona, sabemos un rato.
