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Alberto Míguez

El suicidio electoral

Es probable, como se repite hasta la saciedad, que la democracia sea el menos malo de los sistemas y que las elecciones resulten ser el método más razonable para saber lo que opina la gente. Pero, a veces, las elecciones se convierten en un extraño subterfugio que desnaturaliza los grandes principios en que se basa el Estado de derecho; sobre todo cuando las garantías de limpieza y transparencia son mínimas, la participación escasa y los candidatos representan extrañas, cuando no excluyentes, alternativas, dirigidas principalmente al exterminio o el aniquilamiento de los adversarios y del propio sistema democrático.

Este pasado fin de semana se celebraron elecciones presidenciales y legislativas en Haití y Rumanía, dos países paradigmáticos: ambos son los más pobres de la región donde se ubican y ambos se caracterizan también por una vida política turbia, violenta y corrupta. La participación fue mínima y ganaron los peores. Dicho así, de golpe, parece un disparate. Pero cuando se analiza la personalidad y la historia de los ganadores en ambas contiendas, se justifica.

Como era de esperar, el clérigo Jean Bertrand Aristide barrió a sus cinco oponentes en Haití, aunque alguno de ellos huyó antes de los comicios. La participación no superó el cuarenta por ciento y los resultados no se conocerán hasta dentro de una semana, aunque dé lo mismo: hace varios meses se conocía al ganador y, además, a la gente le importaba un rábano.

El demagogo Aristide, ex párroco de un barrio miserable de Puerto Príncipe llamado paradójicamente Ciudad Sol (Cité Soleil) logró, sin esfuerzo aparente, que sus partidarios a golpe de bastón y amenazas lo izaran de nuevo a la presidencia que ejerció entre 1991-1996 con resultados catastróficos. Los haitianos recuerdan todavía aterrorizados el reino de Aristide y sus tontons-macoutes, heredados del brujo Papá-Doc y su hijo, Baby Doc. Recuerdan también que tras las originalidades y disparates de este cura renegado, hubo una intervención militar, una dictadura y otra intervención internacional: una más en la terrible historia del país.

El sucesor de Aristide, René Preval, lo hizo bueno: la miseria, el desarraigo y la corrupción aumentaron aunque parezca imposible. Ahora, los haitianos han escogido al tiranuelo de antaño para que siga echando sermones y promoviendo crueles locuras. Es un psicópata iluminado que ha jurado vengarse de sus antecesores. Y todo es posible, porque alguien dijo que en algunos países incluso lo peor puede empeorar.

En Rumanía, dos tipos supuestamente antagónicos han logrado la mayoría absoluta también ante la indiferencia de un pueblo empobrecido (el 40% de los rumanos vive bajo el umbral de pobreza) y escéptico. Son el neocomunista o paleocomunista Iliescu (un íntimo colaborador de Ceaucescu, a quien después derrocó) y el profascista o neonazi Cornelio Vadin Tudor, dirigente de un partido significativamente autodenominado “Partido de la Gran Rumanía”.

Difícilmente será grande Rumanía con individuos como estos que, supuestamente, quieren acabar con el “neoliberalismo” de la derecha ahora derrotada. Que un neocomunista y un neonazi quieran aniquilar el liberalismo está dentro del orden de las cosas, aunque no deje de ser una estupidez irremediable; en realidad -como acaba de demostrar Jean François Revel en un libro lúcido: “El gran engaño”- ambos sistemas son muy semejantes. Pero que los ciudadanos de un país europeo que sufrieron en el pasado los excesos más brutales de comunistas y nazis, terminen apostando electoralmente por ambos supera la más negra imaginación. El mundo es “ansí”, dijo Baroja.

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