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Alberto Míguez

El mal perder

Ahora empiezan el sermoneo, los balances, la prospectiva y el horóscopo político. Bush es prácticamente el nuevo presidente de Estados Unidos, es decir, el vencedor de unas elecciones regulares y de un recuento inusual: un mes de idas y vueltas, recursos y resoluciones, tientos y diferencias, letrados, abogados, fiscales, jueces y televisión en directo.

Y ahora empiezan también los ajustes de cuentas y los reproches. Hay un gran perdedor: Gore. Atención, no es un derrotado, un vencido: es un mal perdedor, que es mil veces peor.

La historia, con mayúscula o con minúscula, recordará inevitablemente al todavía hoy vicepresidente como el hombre que no supo perder, que horas después de haber concluido la votación felicitó a su adversario por su victoria para después disputarle con ferocidad y medios nunca vistos unos resultados que había aceptado previamente.

El balance es letal para este político sin carisma ni atractivo, mezcla de Robocoop y Superman con corbata. Sus comités de apoyo en La Florida, sus correligionarios en la Cámara de Representantes y en el Senado, quedan al pie de los caballos; Clinton y su distinguida esposa, apabullados y gesticulando en Irlanda.

Dicen que la victoria tiene muchas madres. El triunfo rampante de Bush parece un tanto huérfano, desangelado. Ganó por los pelos, pero ganó. Supo ganar. Hubiera sabido también perder. Sólo los que saben perder, saben ganar. Es cuestión de moral y de decoro.

Gore es el gran derrotado porque no supo perder. Nunca logrará sacudirse el sambenito.