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Él, José María Aznar, dirá, naturalmente, que todos los años que lleva en primer plano de la política, desde 1989, han sido decisivos. Y razón tiene: la intensidad y la zozobra marcan la carrera política de este hombre sólo en apariencia tranquilo. La procesión va por dentro y las tormentas también.

Pero en estos meses de primavera se presenta a un examen lleno de dificultades: las elecciones vascas. Un buen resultado –que sólo puede ser uno– supondría el primer laurel para una retirada apoteósica. En otoño se examina en Galicia de otras dos asignaturas: la del poder regional y la del poder personal, que en este caso no ha podido conjugar. Si en el País Vasco se la juega contra Saturno, en Galicia apuesta contra Cronos. Que Fraga quiera acabar como el Papa ya que no le dejaron acabar como Franco o como Carlos III es demasiado incluso para el centrismo radical del PP. Que, por cierto, en las misiones internacionales ha convertido al agua tibia liberal hasta a los aguadores del agua bendita. De los democristianos ya sólo le falta convertir a Tusellone, pero a lo peor espantaba a la nueva parroquia. Mejor que siga en la Sabin Etxea de Polanco, proclamando "el respeto que merece el PNV". El mismo que merece él.

Pero apenas digerida la empanada gallega y sin tiempo para hacer lo propio con los turrones, Aznar empezará el semestre de presidencia española en Europa, donde, para variar, también se examinará como presidenciable de la Comisión. Y ya, la sucesión, con el trámite previo del Congreso del partido y las elecciones municipales y autonómicas, que le permitirán convertirlo en un paseo militar y en una apoteosis del hermetismo digital. Total, que lo que tenga que hacer esta legislatura, o lo hace antes de junio o difícilmente llegará a diciembre. Según salga este año, saldrán los venideros. Y no sólo para él.

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